Los naipes de Van Gogh

Martes 28 de agosto de 2012

Los truqueros del Dorrego, antigua cofradía engalanada por los años de infancia en Villa Crespo, se reunían por las tardes a jugar a las cartas por porotos mágicos  - aunque no me crean - porque esos porotos, (como las habichuelas de Andersen, la gallina de los huevos de oro y los gigantes), se transformaban al rato en breves medidas de caña Legui o ginebra Bols, servidas en vasitos enanos, entre nubes tormentosas de Particulares cortos, fuertes, de tabaco negro y etiqueta roja.
Aquellos graves jugadores eran maestros inspiradores entre la purretada que se colaba pa´ verlos jugar. Silenciosamente, como prolongando gritos que se avecinaban en retruques, orejeaban tanto las cartas como si quisieran cambiarles la estampa que terminaban troquelándole los ángulos. Entonces las cartas quedaban mochas, como si fueran cartoncitos de Van Gogh. Por ajadas y reconocibles por muesca se daba de baja al mazo reemplazándoselo por otro, flamante y sonoro como un clarín. Acto seguido el Intendente del club, el viejo Coronel, nos regalaba el mazo desahuciado, y nos íbamos, los pibes, felices a timbear a la vereda. Aquellos naipes desmochados “por orejeo” parecían estar aún bajo el influjo de los truqueros; no sonaban en el carteo, olían a batallas de falta envido y vale cuatro, como olían a bosta los corralones carreros, y a veces parecía que ellas solitas, como si cobraran vida, indicaban la jugada o la mentira retobándose en las pequeñas manos que las sujetaban temerosas. Aquellos naipes eran botín de guerra en plena infancia y nos turnábamos para llevarlo una noche cada uno a su casa. A mi turno, las sopesaba, las olía, observaba en delectación detalles de caballeros, sotas y reyes, las mezclaba, y enfrentaba en turbio partido a 15, en ejercicio de artes, a un fantasma de tahúr, que aún viéndole yo las cartas, ligaba que era un contento, y me ganaba sin aparecer. Los domingos el truco en la vereda se volvía pica-pica de seis, y dábamos ingenuamente las primeras pitadas a los Jockey, rubios, que comprábamos sueltos en el boliche del zapatero. Aquellos naipes siguen siendo atributos de las fantasías de Villa Crespo.

 

Aguará-í