Abejas

Domingo 17 de mayo de 2020 | 15:15hs.

Cruz Omar Pomilio
Escritor

Sacó un número y se dispuso a esperar pacientemente. De acuerdo con la pantalla indicadora faltaba un buen rato para que apareciera el suyo. Poco importaba. Ésta iba a ser una de las pocas veces en que matar el tiempo estaría justificado. En la sala de espera del Banco Nación de Puerto Iguazú ya no cabía nadie. Las butacas totalmente ocupadas y él así como unas cuantas personas más se ubicaban paradas como podían, haciéndose un lugar entre el gentío. Al cabo de un rato completó el estudio de todas las caras circundantes. Una manía que tenía desde joven le hacía dar a cada rostro una profesión, una angustia o dicha por él inventada. Así que la llegada de un personaje que lucía un gorro con visera, pantalones anchos a la manera de bombachas campestres y calzado con sencillas zapatillas, captó de inmediato su atención. Como atraído por un imán, el recién llegado se acercó hasta donde estaba Julio. Saludó afectuosamente a una señora muy mayor y desde lejos a un par de conocidos. Con la naturalidad que tienen algunas personas para entablar diálogos con desconocidos, al llegar a su lado, buscando acomodarse entre toda esa aglomeración de gente, lo saludó con una inclinación de cabeza para luego exclamar:
-¡Pero qué barbaridad! ¡Ni que fuéramos abejas que estamos por enjambrar!
Julio se sonrió pensando ¿será verdad que los apicultores, al igual que las abejas nos reconocemos por el olfato? Como una clara indicación al diálogo comentó.
-Peor aún, es como si se hubiera caído una colmena – y, con una sonrisa en los labios, mirando a los ojos a su ocasional acompañante agregó -Espero que no estén bravas. ¿Trajo el traje de apicultor usted?
-¡Já! ¡No me diga que es apicultor! Mucho gusto – dijo extendiendo una mano fibrosa y endurecida por las tareas rurales-mi nombre es Juan Espósito. Un placer.
-Julio Leguizamón, un gusto Juan- retribuyó pensando que desde que empezó su estadía, era la primera vez que estrechaba la mano de alguien.
El saludo fue interrumpido por un clamor que se extendió de inmediato.
-¿Qué ha pasado? – preguntó Julio.
-Se cayó el sistema – contestó Juan.
-¡Qué macana! Y qué raro en un banco. Es algo poco común, ¿verdad?
-No tanto amigo – dijo con fastidio Juan, para a continuación preguntar - ¿Usted no es de acá, no?
-Sí y no. Soy nacido en Iguazú, pero hace más de treinta años que no vengo.
-Treinta años es una vida y mire qué manera de recibirlo tiene su pueblo.
La mayoría de la gente se dispuso a esperar, más aún de lo previsto, a que el santo sistema acomodara por sí solo las computadoras del banco o alguno apretara los enigmáticos botones que lo pusiera en marcha. Pero igual unos cuantos dolientes clientes, urgidos por otros trámites comenzaron a retirarse, descongestionando la sala.
Como un veredicto inapelable del destino, Juan y Julio se sentaron en un par de sillas vecinas recién desocupadas y con gusto retornaron la trunca charla.
-¿Dónde tiene las colmenas, Julio?
-No tengo, aunque supe tener unas cuantas. Hace ya tiempo, más de diez años atrás. Igual, ese es un amor que no se olvida.
-Eso es verdad. Y… ¿qué le pasó? ¿Por qué dejó?
-Tenía el apiario con un socio. Viajó y me dejó solo. Para colmo, las descuidé un poco y me las robaron.
-¿Se las robaron? ¡No me diga! ¿Y dónde fue eso?
-En Luján, Provincia de Buenos Aires.
-¡Qué lástima! ¿Y usted se desencantó y le costó empezar de nuevo, no?
-Algo así, fueron dos años para recibirme de Perito apicultor y unos cuantos pesos tirados a la basura.
-¿Usted es Perito apicultor? ¡Já! Míreme a mí. Cuando empecé, yo sólo sabía que las abejas, a diferencia de las vacas, son un poco más chicas y vuelan. De a poco y con muchos tropiezos, me fui haciendo.
Otra vez un murmullo que se agigantaba en sonoridad a medida que se expandía les cortó la conversación. El sistema había vuelto a operar. Y aún cuando no se terminaba de silenciar los ecos del primero, creció otro más fuerte todavía pues se volvió a desconectar.
Después de cruzarse una mirada de estupor entre los ocasionales amigos, la invitación de Juan surgió de una manera espontánea, como si supiera de antemano la aceptación de la misma.
-Julio ¿Qué le parece si esperamos tomando una cerveza? Digo, ya que el banco lo recibe tan mal al volver a su tierra. Si no, va a pensar que no lo queremos.
-¡Cómo no! Siempre y cuando me deje que lo invite yo.
-Vamos a hacer una cosa. Yo pago la primera y usted la segunda. Total, acá se ve que hay para un rato largo de espera. Y recuerde siempre “a los inconvenientes debemos convertirlos en oportunidades” Así decía mi padre. Lástima que a sus dichos, sólo de viejo les hago caso.
Salieron del banco bajando con presteza la empinada escalera de su entrada, recorrieron pocos metros por Victoria Aguirre hasta Bonpland, luego por ésta una cuadra más hasta llegar a la zona de bares y cervecerías que permanecían siempre abiertas a la inagotable sed de los turistas.
Encontraron una mesa vacía, lejos del bullicio de la calle y continuaron con la charla que crecía en interés y cordialidad a medida que más se conocían.
El modo de ser franco y desinhibido de Juan fue empujando a las sombras las reservas del carácter de Julio.
Sólo al final de la segunda cerveza volvieron al banco a ver qué pasaba.
-¡Já! ¡Te dije! – Exclamó Juan en un tuteo que el alcohol y la camaradería habían impuesto, al ver mucha gente menos que cuando se fueron – Ahora, en un rato nos vamos.
Sobre el filo del mediodía y después de terminar sus trámites bancarios, decididos a cumplir con lo acordado cerveza de por medio, subieron a la camioneta de Juan para ir a comer a su casa, situada en el barrio San Cayetano que se despliega sobre las orillas paradisíacas del lago Urugua-í, a unos pocos kilómetros del centro de Iguazú.
Julio, con ganas de saborear una auténtica comida casera elaborada con productos naturales de la chacra y Juan, deseoso de que un experto le diera una mirada a su apiario.
Por la tarde, después de la siesta, revisarían las colmenas ya con el jugoso pago por adelantado de los manjares de Ana, la mujer de Juan, que éste no se cansó de alabar en cuanto a su capacidad para preparar las mejores delicias gastronómicas, tal vez, como un incentivo para que las ganas que tenía Julio de ver las colmenas, no decayera.
Juan no mintió. La comida sencilla, sabrosa y abundante, acompañada sobriamente por un solo par de cervezas, con un postre de mangos recién cortados de la planta, hizo que Julio se sintiera reconfortado con la vida.
La sobremesa lo encontró hablando con soltura de sus deseos de asentar su vida a los cuarenta años, recién cumplidos, en Iguazú.
Sus recuerdos de niño, que contrastaban con la realidad actual de una ciudad cambiada por el auge del turismo, volvieron con fuerza al estar en esa chacra, en una casa de ambientes grandes, altos y sombríos y también es ese paraje que no llegaba a ser pueblo, con la quietud de sus calles y el saludo de todos al cruzarse.
Así, su pasado de director de una compañía de Buenos Aires, tanto como el infortunio de la pérdida de su esposa, que lo dejó en una viudez sin hijos y sin esperanza hacía meses atrás, fluyeron de manera espontánea contagiado por el calor de ese hogar.
-Mirá Julio, si lo que buscas es paz y tranquilidad y no tenés problemas de plata, es decir, que no es obligatorio que trabajés ya, te conviene asentarte por acá. Iguazú se ha convertido en la pesadilla de cualquier ciudad que crece de golpe. El tráfico es infernal y sólo de vez en cuando ves pasar a un conocido. Cuando sos joven te atrae el ruido, a medida que pasan los años, la tranquilidad. Vos me dejaste entrever que tenés medios económicos, entonces, comprate una chacra. En la zona, hay varias en venta. Ponemos, si querés, un apiario a medias. Vos me enseñás con las abejas y yo te explico cómo plantar árboles. Para el que no tiene apuro, la madera siempre será un buen negocio. A más, Iguazú está a un paso. Ya viste, en veinte minutos llegamos.
-Me gusta la idea. Habrá que pensarla. Por ahora, sólo me tienta la hamaca que tienen extendida en la galería.
-¡Já! Ya te dije. Acá vas a dormir como cuando eras chico. Ponete cómodo nomás. Ana todos los días baldea la galería con citronela, para correr al bichaje, ¿viste? Ahora vos dirás a qué hora podemos inspeccionar a las colmenas.
- Mejor a la tardecita. Así podemos calibrar si están bien pobladas.
-Julio – intervino Ana –a mí siempre me encantaron las abejas. He visto un par de documentales por la tele, pero igual tengo muchas preguntas para hacerle. Como pasó que una vez me picaron varias, les tengo temor y al mismo tiempo, me fascinan.
-El mundo de las abejas es absolutamente fascinante Ana. ¿Sabía usted que la reina que es enorme comparada con sus hermanas, nace de un huevo común?
-Cuénteme, Julio.
-Para criar una reina, las abejas crean una celda especial, mucho más grande que las otras y, una vez depositado un huevo, dejan el alimento para que crezca la larva. Ese alimento es la famosa jalea real. Al cabo de 15 días, nace la reina y su primera tarea es matar a la reina vieja, pues no puede haber dos reinas en una colmena. A los pocos días de nacer, realiza su vuelo nupcial. Sale de la colmena para que los zánganos puedan copular con ella en vuelo. Generalmente varios lo hacen y cuanto más lo hagan, más prolífica se vuelve la reina. Piense que al poco tiempo, si es época de crecimiento, la reina pone tantos huevos como el equivalente de su peso en apenas un día.
-¿Qué pasa con los zánganos después? – Preguntó ávidamente Ana.
-Después de copular, mueren. Pero sólo son una ínfima minoría de los que pueblan un apiario. Durante la primavera y el verano ellos circulan libremente y entran en cualquier colmena a comer, siendo que nunca trabajan. ¿Ha visto que en la entrada o sea en la piquera, hay siempre varias abejas? Esas son las porteras. Cuando va a entrar una abeja, en décimas de segundo la huelen. Si tiene el olor que impregna la feromona de la reina a todos los habitantes de esa colmena, pasa. Si no, la pelean y la obligan a alejarse. Excepto que la colmena esté muy débil por sufrir alguna enfermedad o porque tienen una reina muy vieja o inservible. También pasa algo curioso con las colmenas débiles, que siempre me ha llamado la atención. Cuando las lluvias son muy fuertes y hacen escasear el polen o por cualquier otro motivo escasea la comida, algunas abejas que, bien vale decirlo, es un ser tan extraordinariamente trabajador, que ni bien nace, empieza a limpiar las celdas vacías y cuando comprende que llega el final de su existencia, generalmente sale de la colmena para morir sola y no dar trabajo a sus hermanas para sacarla de la colmena, pues bien, ese mismo ser, entra a robar miel en esas colmenas que, como le dije, están débiles. Y fíjese qué llamativo. Cuando una abeja roba varias veces, se vuelve ladrona y siempre anda rondando otras colmenas, dejando de buscar en las flores el néctar o el polen. Cualquier semejanza con los humanos ¿le parece a usted simple coincidencia?
-¡Ay! Julio, horas estaría escuchándolo.
-Bueno, obtener más información, le va a salir, por lo menos, otra comida como ésta.
-¡Já! Mirá si estará jodida la cosa, que el porteño va a trabajar por la comida- alcanzó a decir Juan
-Poné con el salario, la siesta en la hamaca. Sino, no hay arreglo- dijo entre las risas de todos Julio.
No pasaron muchos meses para que Julio se instalara como un vecino más del barrio San Cayetano, aunque su trato cordial siempre dejara lagunas de conocimiento de su pasado. Contaba con naturalidad de sus tiempos de niño y de sus trabajos como director de un par de importantes empresas de importación y exportación, pero por ejemplo, nadie sabía por qué, cómo y cuándo quedó viudo. No hubo tampoco ni preguntas indiscretas que rompieran ese silencio ni espontáneos recuerdos de su matrimonio, por lo que todo el mundo pensaba que tenía recuerdos ingratos de esa parte de su vida.
De la mano de Juan se fue acrecentando su círculo de amistades, sobre todo con hombres relacionados con el trabajo. En cambio Ana, con aprestos de sutil Celestina, no perdía ocasión de presentarle a mujeres con el claro fin de que encontrara una compañera. El mensaje bíblico “no es bueno que el hombre esté solo” tenía en ella el mandato inexcusable de una buena vida.
Julio dejaba hacer a uno y otra, pero los conos grises de su vida, quedaban en las enigmáticas penumbras que, por lo visto, no pensaba iluminar.
La infatigable perseverancia de Ana permitió que conociera a Laura, la maestra de la escuela que funcionaba en el barrio que, aunque mantenía un casi noviazgo, bastante frío, exclusivamente por culpa atribuida a ella, con un oficial de policía destinado en la regional V, de Puerto Iguazú, las veces que Julio y Laura se buscaban y encontraban, eran mucho más de lo que la vida cotidiana sugería.
El policía novio, estaba atado a su carrera en Puerto Iguazú. Ella, a su puesto de docente trabajosamente gestionado, cómoda a pesar de las contrariedades, como toda maestra que ama profundamente la docencia, llevándola, no como si fuera una carga, sino como una bendición.
El final del distante noviazgo tenía como lógica consecuencia, fecha pronta de cumplirse y Julio sólo fue el detonante de una situación que, por incompatibilidad de caracteres así como de formación e ideas, se hacía imposible.
El amor que sentía el policía aumentaba al ritmo de las negativas de Laura y no hacía más que exasperar situaciones sin solución. Buscaba, como todo hombre despechado, la razón en otro hombre que le viniera a disputar su lugar. Hasta la aparición de Julio no lo encontró. Después de conocerlo, su rencor tuvo nombre y apellido: Julio Leguizamón.
Su innato olfato profesional de policía que le hacía no confiar en ninguna empresa o persona que no tuviese una clara explicación de sus bienes o su pasado lo puso a Julio en la mira de sus investigaciones.
¿Así que el porteño tenía plata? ¿Y cómo la había hecho? ¿Así que es viudo? ¿Y cómo murió la mujer? Preguntas que ni tan siquiera Juan o Ana, que eran quienes más lo conocían, ni nadie pudo responder y que acicatearon su febril imaginación de macho desdeñado.
Acostumbrado por sus tareas a que la gente con un pasado turbio, encontrara en la mentira su pasaporte para no tener problemas y vivir cómodo y feliz, se propuso con paciencia y denuedo, averiguar todo de la vida del porteño que, aunque sabía que era nacido en esta tierra, ese calificativo encajaba de maravillas para su rencor mal digerido.
-¡Te lo dije! ¿No? Ese tipo por el que me dejaste, siempre lo vi raro, como escondiendo cosas. Ahora ¿Qué me contás? Así que es viudo. Y él, ¿te contó que estuvo investigado por el “supuesto” suicidio de su mujer? ¿Que nadie pudo explicar cómo una mujer feliz, de pronto, se envenena? ¿Qué él negó saber de las andadas de su mujer que le metía los cuernos con un amigo y que posteriores investigaciones aclararon en forma fehaciente que mintió? ¡Él supo todo el tiempo que era un cornudo! No pudieron probarle nada, pero casi, casi, que pisa el palito. ¡Ah! Si yo hubiera investigado, a mí no se me escapa ese pescado. Pero claro, habrá puesto plata y tapado evidencias. Ahí lo tenés a tu mocito. Tan fino, tan elegante y tan asesino.
La diatriba fue dicha con violencia y con saña. El uniforme policial le daba al herido ex novio, la fuerza institucional de su denuncia y queja.
Laura pasó del escepticismo a la congoja y, luego de pedirle que la dejara sola, al llanto inconsolable junto con el encierro en su dormitorio, que la dejó completamente abatida.
Justo ese sábado había amanecido jubiloso. Julio le propuso la noche anterior casarse o juntarse, nomás, como ella quisiera, ya que si el destino lo trajo de vuelta a esta tierra, estaba seguro, lo hizo con el propósito de encontrarla y hacerla feliz.
Las horas empezaron a pasar en un desasosiego brutal. Habían quedado en encontrarse con Julio para comer, como lo venían haciendo todos los sábados en lo de Ana. Y, justo ahí, planearon la noche anterior, darle la noticia que la puso tan feliz, causadora de un grato insomnio ya que ni dormir pudo, porque el sueño es una evidente pérdida de tiempo cuando la felicidad nos embarga y el día tendría que tener cincuenta horas para que quepa toda la dicha que sentimos en él.
Cerca del mediodía, llamó a Ana pidiéndole que fuera a su casa. Que ella no podía ir. Que cuando llegara le explicaría.
Al rato cayeron los dos, Juan y Ana, preocupados por el tono de la comunicación.
Otra vez el llanto imparable hizo que las informaciones de las malas nuevas se alargaran hasta poder entenderlas.
Cuando todo pareció calmarse, llegó Julio.
Los tres lo recibieron con un mudo reproche que pugnaba por salir en improperios.
Solo Juan encontró la calma para decir:
-El ex novio de Laura nos ha dejado dolidos y perplejos. Ha dicho con lujos y detalles que estuviste investigado y hasta preso por falso testimonio y sospechoso de ser el asesino de tu finada mujer. Decime Julio, ¿alguno de nosotros tres merecía este oprobio y esta pena?
Julio amagó con irse y escapar de una situación que lo superaba. Pero dio marcha atrás. Ya había escapado de Buenos Aires. No lo volvería a hacer. Así, comenzó a hablar en un susurro apenas, que al poco rato se convirtió en voz estentórea, contando la parte de su vida vedada a otros y olvidada por él.
-Es verdad que oculté – dijo- pero nunca les mentí.
-¿Y el ocultamiento no es una forma de mentir?- acotó Laura.
-Puede ser, pero, ¿es acaso una historia así, fácil de contar? Por supuesto que no soy el asesino. Mi mujer se suicidó, seguramente llevada por la culpa. Y yo me dediqué a huir llevado por la desesperación.
-Pero la justicia encontró que mentiste, Julio-dijo Juan.
¡Ah, sí! ¿Y vos, qué te parece que podía hacer? Estaba enamorado. La quería de verdad. ¿Te parece fácil decir “me aguantaba los cuernos porque no quería perderla?” En una situación así, es mentira que la policía y los jueces piensan que sos inocente hasta que se demuestre lo contrario. ¡No! Yo era desde el vamos culpable. Porque había mentido al decir que no conocía su amorío. Ése es mi pasado y ésa es mi verdad. Lo que también tengo que confesar es que si me salvé de quedar preso fue porque tengo plata y pude poner como defensor a un abogado muy bueno y muy caro. Si hubiera sido un pobre pelagatos, me la daban por la cabeza. Eso sí es cierto. Pero todo lo que dijo tu ex, Laura, es mentira. Su odio es por perderte. No me investigó el pasado para saber la verdad, sino para destruirme con calumnias. Ésa es la verdad. Fijate cómo habrá sido mi problema que, aunque estén nuestros amigos presentes, puedo decir algo que vos bien sabés. Nunca llegué a apremiarte con deseos sexuales. Lo nuestro ha sido puro, porque al ver tu trabajo con los chicos, tu idealismo al forjar personas de bien, la entrega sin claudicaciones en una obra incomprendida por quienes deberían pagarte un sueldo mucho más alto y que vos consideres un premio excesivo cuando un hombre ya formado viene y te saluda recordando con cariño cuanto amor le entregaste cuando fuiste su maestra. Yo venía con heridas muy profundas y sólo vos me has hecho, con tu dulzura, creer de nuevo en el amor y en las mujeres. Te debo eso y mucho más que no puedo expresar en palabras porque no las encuentro. Por eso te propuse que nos casáramos. Porque creo que sos la persona sincera con la cual quisiera pasar el resto de mis días.
En el silencio que siguió, Juan, más que nadie, tal vez por ser hombre y haber encarrilado una vida disipada gracias al cariño y la constancia de Ana, lo comprendía cabalmente y en su mirada y gestos inducía a las dos mujeres que comprendieran y perdonaran.
Ana, acostumbrada al mensaje de gestos de su marido se acercó a Julio y tomándole de un brazo le dijo.
-Cálmese… y vos también Laura… Creo que debemos dejarlos solos, para que hablen todo lo que tienen para decirse.
Sin decir más, se encaminó hacia la puerta seguida de Juan, quien al pasar al lado de Julio, posó sus manazas en los hombros de Julio y sin una palabra, sólo con un apretón, le trasmitió a éste su afecto y consideración.
Ese sábado sobró la comida en casa de Ana, mucho más que otras veces, pues los novios no aparecieron sino hasta la tarde y por separado. Sólo para saludar y agradecer la ayuda prestada, dejando la ilusión en los amigos que nada estaba definitivamente perdido y que la esperanza de arreglar lo que parecía roto, permanecía con vida. 
Un par de meses después la boda estaba a horas de concretarse, con pastor apalabrado y fiesta ya en la culminación de sus últimos detalles, pues los trámites por el civil, los habían realizado días atrás. Y no sólo era la fiesta de los novios, sino de todo el barrio San Cayetano asociado al festejo.
Fue entonces que Laura encontró el momento propicio para hablar con Julio de algo que había empezado a atormentarla y que con el correr de los días, al acercarse la boda, fue creciendo en volumen e intensidad.
Al llegar Julio hasta la casa de Laura llevando un recado, inmediatamente al trasponer la puerta, empujado dulcemente por ella, se sentó en uno de los dos sillones de su diminuta sala.
-Tengo algo para decirte, amor y, si no lo hago ahora, creo que nunca voy a encontrar el valor para decírtelo. Vos, hace un tiempo, te sinceraste y me abriste el corazón. Yo voy a hacer lo mismo. Porque la verdad siempre nos ilumina al poder conocernos más profundamente. Lo que quiero que sepas es que cuando salía con mi ex, aunque nunca estuve enamorada de él, una vez, entendeme, sólo una vez, mantuvimos relaciones. Con tanta mala suerte que quedé embarazada. No quise tener ese chico que no había sido concebido por amor, sino sólo por descuido y por cabeza hueca. Se lo dije a él, no para ver que pensaba, eso ya lo intuía, sino para comunicarle una decisión irrevocable que me costó noches de amargos insomnios. Se opuso con tenacidad, pero no me convenció. Si antes de eso las cosas no andaban bien, después, imaginate. Quería que lo supieras por mí y estoy dispuesta a pagar el precio que tenga que pagar por mi error. Aunque éste sea el de perderte. Porque creo que nuestra relación deber estar llena de verdades y lejos de cualquier sospecha.
Se acabaron las palabras dejando paso a un silencio más espeso que el calor que caldeaba la tarde.
Ella, primero esperó anhelante. Después, ante el mutismo de Julio, cerró los ojos esperando lo peor.
Cuando Julio habló, lo hizo sosegando los demonios que atravesaban su espíritu.
-¿No tendrías que habérmelo dicho antes?
.Sí, pero al igual que a vos te pasó, nunca hay un momento ideal para decirlo. Lo hacemos en el peor, rogando que nos comprendan.
Julio se levantó lentamente, se acercó a Laura que permanecía sentada, le dio un beso en la frente y sereno, casi fríamente, le dijo.
-Nada ha cambiado. Me voy. Tengo pilas de cosas por hacer y vos también. Cambiá la cara. Es un casamiento, no un velorio.
Al llegar a su casa, que a partir del día siguiente sería la casa de los dos, buscó frenéticamente, como un poseído, sabiendo que por ahí estaba, guardado en algún lugar que ahora no podía recordar, como si sufriera un trance de amnesia, haciéndole redoblar sus esfuerzos por encontrarlo. Rompió algunas cajas y un par de envases vacíos en su desesperación, hasta que por fin lo pudo hallar. No era una botella grande, más bien pequeña. La puso entre sus dedos índice y pulgar agitándola, mirando a contraluz el contenido del espeso y oscuro líquido que ocupaba la mitad del envase. Recién ahora comprendía esa extraña y peligrosa pulsión de guardar lo que le sobró. Como si siempre hubiera sabido que, en algún momento, le haría falta.
Antes de dejarlo de vuelta en su sitio alcanzó a murmurar.
-Menos mal que usé la mitad. Con esto que queda, debe alcanzar. Las mujeres, son todas iguales.

Pomilio nació en Córdoba. Desde 2013 reside en Puerto Iguazú. Obras publicadas: Breve Reseña, Aforismos, 2012, Cicatrices del Alma, Cuentos Misioneros 1, 2 y 3 entre otros