Rosa Ema Peruzzo de Moreira
Escritor
El mitaí ya es un angelito...” dijeron. Y de a poco los vecinos se fueron acercando para ofrecer algo a esa madre desconsolada, cualquier ayuda. El esposo estaba tarefeando y el patrón le había adelantado toda la plata que pidió para la enfermedad del chico. Ahora tenía que devolverla y no podía venir para estar con su familia en este doloroso trance.
La situación era muy triste. ¿Quién no había visto a esa madre ir y venir del hospital tantas veces como la gravedad de su hijito lo requería? Nunca pudo quedar internado, porque no había lugar -decían- ni para poner un colchón en el suelo. Finalmente no se pudo hacer nada más y el angelito voló.
Doña Elena, una de las vecinas más conmovidas, se hizo cargo de los seis hermanitos, para bañarlos y ponerles ropita limpia... Quería que fueran bien arregladitos al velorio.
Don Ramón, otro vecino, empleado de la Municipalidad, salió a buscar el cajoncito. Quería traer el mejor, pero uno era peor que el otro, “bieeen pa pobre”, decía, tan despojado que no se animó a poner el cuerpecito sobre las ásperas tablas . Su esposa le buscó un pedazo de sábana celeste y él con unos clavos, lo forró. Doña Elena que era modista, hizo los volados a la mortajita, con retazos de tafeta celeste... Ahora sí, acostaron al angelito y lo rodearon de las flores amarillas que los hermanitos se habían encargado de juntar en el baldío, y se sentaron junto a la mamá, que daba pena verla tan flaca y ojerosa.
Después de un rato, cerraron el cajoncito, y otro vecino, el fletero, sacó su camioncito y llevó a la familia y a los vecinos que quisieron, al cementerio. Al atardecer estaban de vuelta y cada uno volvió a sus quehaceres.
Patricia, la pequeña nieta de doña Elena, había observado calladamente todo lo acontecido, las idas y venidas, los comentarios, la tristeza en las caras, el llanto de la mamá y de los hermanitos. Estaba seria, muy seria. Apretaba fuertemente a su muñeca entre sus bracitos y sin que nadie se diera cuenta comenzó a jugar: buscó la manta rosada de la abuela, envolvió en ella a su muñeca, la puso en una caja de zapatos, la rodeó de flores y se sentó en una sillita. Con la carita entre sus manos le hablaba bajito, la acariciaba... y parecía que lloraba.
Estuvo así un rato, seria y triste. Después, guardó su muñeca, puso la caja de zapatos debajo de la cama, dobló la manta rosada y colocó las flores en un florerito, sobre la mesa de la cocina. Pidió una galleta a la abuela, salió al patio... respiró hondo, miró las flores en los canteros, sintió el viento que balanceaba los árboles y suavemente se sentó en su sillita hasta terminar su pan. Luego juntó piedritas de todos los colores y tamaños y empezó a jugar a otra cosa...
Relato inédito. La autora, que reside en Oberá, ha publicado los libros “Dolores, un pueblo. Historias como memorias” y “Cuentos para Joaquín y otros nietos”.