Queremos sombra nativa

Domingo 12 de enero de 2020
Gonzalo Peltzer

Por Gonzalo Peltzer gpeltzer@elterritorio.com.ar

El frío y el calor son cosa de la naturaleza y tienen que ver con la inclinación de los rayos del sol, la rotación y la translación de la tierra y, por supuesto, el lugar del planeta en el que uno esté. Pero para convivir con el frío o el calor el hombre aprendió a domesticarlos.
La calefacción se inventó cuando el primer ser humano consiguió domar el fuego, hace unos… 700.000 años. En cambio con el calor la cosa fue muy distinta: durante siglos y siglos los humanos solo consiguieron abanicarse para calmarlo un poco. Los que querían ponerle hielo al whisky tenían que sacárselo a la naturaleza: cosa más o menos fácil en Escocia en invierno, pero imposible en los lugares más templados del planeta. Con la electricidad aparecieron los ventiladores, que no son otra cosa que abanicos eléctricos. La máquina de frío es un invento de mediados del siglo XIX, que llegó a las casas en forma de heladera casi en el XX. El aire acondicionado fue patentado por Willis Carrier durante el caluroso verano de 1902 en Nueva York. Parece que lo que buscaba era secar ambientes húmedos, pero enseguida se dio cuenta de que también los enfriaba –misterios de la serendipia que está presente en todos los inventos.
Nuestros antepasados no tan lejanos valoraban la sombra porque no tenían otro modo de combatir el calor. No eran de balde los techos altos, las paredes anchas, las puertas gruesas y las ventanas con postigos y celosías. Ventilaban las casas con el aire fresco de la mañanita y cerraban todo antes de que pique el sol. Quedaban el resto del día en penumbras y en silencio y las siestas eran deliciosas. Copiaron la sombra vegetal de la selva, el aire puro que baila entre las plantas y las caricias frescas del lino y el algodón. También plantaron sombra en las calles, plazas y paseos, con buenos árboles que nos protegen del sol, a nosotros más que a ellos.
Pero un mal día nos olvidamos de la sombra, quizá porque nos apuramos más de la cuenta o porque pusimos nuestros veranos en manos del aire acondicionado. Fue así como el calor se igualó con el frío: si a nadie se lo ocurriría hace 300 años vivir sin calefacción en Río Gallegos o en Estocolmo, tampoco lo hacemos hoy sin refrigeración en Posadas o en Eldorado. En los Estados Unidos el aire acondicionado volvió prósperas ciudades como Miami o Los Ángeles y decadentes otras como Chicago o Detroit –deberíamos pensarlo y aprovecharlo a favor de Misiones.
Quizá haya sido por esta razón que la sombra se nos volvió esquiva en nuestras plazas, explanadas, paseos, teatros y anfiteatros, canchas, pistas de patinaje, mesas de ping pong, muros, costaneras, pavimentos, escuelas, rotondas, escalinatas y arroyos disciplinados.
El domingo pasado proponía un grito sediento de sombra. Porque el sol calienta y da vida junto con el agua, pero también mata. Todos sabemos a esta altura de la historia que el sol es tan peligroso como el humo del tabaco. Hay que evitarlo y más si uno tiene piel blanca y ojos claros. Pedía entonces que tapemos el sol con selva, que es lo que crece siempre que además hay tierra y agua, justo lo que abunda en Misiones. Nada raro: la naturaleza lo hizo durante milenios aquí mismo y nosotros lo destruimos para instalarnos en la jungla de cemento, esa que da sombra cuando no hace falta y sube la temperatura hasta cinco grados.
Pedía entonces un corredor verde, pero para humanos y en las ciudades, porque necesitamos la sombra que nos defienda del sol, pero también necesitamos la selva si no queremos terminar viviendo en un desierto, aunque sea de pinos. Es que la sombra que necesitamos en Misiones no es de cemento ni de eucaliptos en fila, es la de la selva paranaense: la nuestra, la autóctona, la proveedora de nuestros remedios, el refugio de nuestros animales, la protectora de nuestro suelo, la generadora de la lluvia que arrulla nuestro sueño cada vez que viene mansa.