El error de la bruja

Domingo 3 de mayo de 2020 | 02:30hs.

Por Esteban Abad 
Escritor

Era un rancho para el que no bastaban los dos ojos para verlo; perdido y sostenido bajo una verde y vegetal melena de uña de gato, parecía florecer con campanitas albas y amarillas cuando la primavera llegaba. Pero también en algunos cementerios hay lapachos plantados y que florecen en agosto, pero eso no hace más alegre el camposanto. Una miríada de gatos constituía la fortuna de la dueña de la casucha y no dejaba ni un saltamontes vivo en los alrededores con la excusa obvia de tener hambre, lo que se adivinaba en sus escuálidas felinidades.
Doña Viuda de Negro Eterno era acusada de preparar elixires, mejunjes y cremas en las que volcaba su empírica sabiduría de la alquimia popular y que servían como erotizantes elementos que complementaban la relación de pareja.
Macilenta como sus gatos, tardaba una eternidad en llegar del bañado donde sobrevivía hasta un suburbio de la ciudad donde existía un pariente que a cambio de los mágicos ungüentos y pócimas le entregaba yerba, azúcar, harina y grasa, algo de tabaco y caña y envases de cartón parafinado para sus productos. A veces, una bolsa llena de recortes de carnicería era el anuncio de un festín para los gatos – la vieja era vegetariana -, y de que el brebaje o linimento provisto por la mujer había dado resultado satisfactorio. 
El comerciante, pariente no muy cercano de la que por sus menesteres se había ganado el honorífico título de “bruja”, le encargó varias veces ciertos afeites extraños para gentes del centro que no querían darse a conocer.
Doña Viuda de Negro Eterno ponía al servicio del encargue toda su sabiduría, trabajando sin descanso – en toda la extensión de esta acepción -, hasta que lograba una convincente preparación. Aislarse hasta mimetizarse con la sombría apariencia de su rancho, negra de noche y verde muy oscura de día, era fácil para la pitonisa y se decía que, aunque en tratos con Mandinga tenía un pacto con Santa Catalina para que la protegiera invisibilizándola en los días de creatividad hechiceril.
Remedios para el Mal de San Vito o la culebrilla, gripes virósicas  y  hasta para recuperar la perdida virilidad de un joven marido víctima de un accidente, han salido de sus redomas y morteros, desde sus calderos siempre hirvientes y de sus ferrosos crisoles productores de pociones y potingues que muchas veces no devolvían funciones ni salud pero renovaban ilusiones.
Carqueja, marcela, malva, uña de gato y llantén, azúcar del campo y manzanilla hervían despojándose de sus esencias que, mezcladas con sangre de menstruación de cabras vírgenes y grasa de la riñonada de corderos o con miel de avispas lechiguanas y jugo de cebollas crecidas en tierra de tumbas eran infalibles en casos de mordeduras de yararás o corales, en blenorragias logradas en incursiones de adolescentes a los prostíbulos de la ribera y para curar heridas de cuchillos herrumbrados por repentinos ataques de impasividad de sus propietarios. 
Una de las fórmulas que más éxitos le proporcionó siempre era la destilación de licor de caña con ruda, brebaje que la bruja envasaba en botellas plásticas compradas con la tarjeta de crédito obtenida con el cobro de su AUH (Ayuda Universal por Hijos) por lo que se decía entre la escasa vecindad del lugar  que “para lograr esa ayuda anotó en el Registro de las Personas a ocho de sus mejores gatos”.
Lapachos y ceibas de la costa cercana le anunciaban a la profesional del payé la llegada de la temporada de caña con ruda con su floración. 
Entonces liberaba el alambique de su carga etílica, le agregaba el puré de hojas de la planta acre y comenzaba la destilación del licor que impide la llegada de males, hechizos y enfermedades a quienes lo ingieran el primer día de agosto.
Adornada su cabeza con unas flores de la enredadera que cubre su rancho, la sibila o farmacopeista barrial llegaba a la feria franca más alejada de su rancho y vendía a buen precio el tradicional líquido. 
Un año se acercó a ella una mujer modelo de ésas damas antiguas que vestían de largo, pañuelo a la cabeza, aros, collares y pulseras de oro y piedras preciosas de verdad y le aseguró que iba a darle una fórmula especial que la haría rica y bien mirada por la gente para el resto de sus días.
La vieja pensó en su boca atormentada por la falta de dientes, en sus huesos a los que ya no les alcanzaba con las friegas de alcohol yodado con hojas de sarandí, en su estómago reducido a la mínima capacidad y en todas esas cosas que sus pacientes adquirían cuando el curundú de sus payeses funcionaba y aceptó ir a la casa de la matrona ciudadana.
Sin discriminarla por su miserable vestimenta, la patrona la hizo acceder a la casa por la puerta principal, la sentó en el living donde los sofás eran más grandes que el rancho de la bruja y le pasó un vaso con un líquido levemente verde.
“¡Tome!”, le dijo. La bruja se mandó al coleto el contenido del vaso y eructó de inmediato. “No é rico mismo”, protestó. 
“¿Sabe lo que es?”, preguntó la dueña de casa. 
“Y sí, ruda sin caña, doña”, respondió sin dudar.
Entonces la anfitriona la explicó que mucha gente muere porque prefiere mantenerse firme en el voto de no beber alcohol y no toma la caña con ruda el primero de agosto.
Le contó que en algunos países europeos y americanos se toma té de ruda o se deja remojar la ruda en agua durante las tres últimas noches de julio.
“Pero – dijo la mujer elegante -, hace unos meses apareció por aquí un mago, un exitoso manosanta que me enseñó una fórmula maravillosa para preparar el remedio del siglo XXI, la panacea universal agostina… ¡la caña con ruda sin alcohol!”
“Pero yo no puedo fabricarla, no tengo lugar, no deseo que nadie se entere y no quiero que alguien me copie y no me interesa que puedan culparme si la cosa falla”, explicó la señora de largo tras haberle revelado la técnica para el nuevo jarabe. 
A poco y de vuelta en su rancho, la vieja empezó a mirar el cielo. Al menor atisbo de tormenta preparaba todos los tachos que tenía y los colocaba fuera del bendito. La recolección de agua de lluvia era infructuosa. Nada. Las latonas volvían a ser entradas vacías. 
Una siesta se largó un chaparrón que amenazó con tumbar el rancho pero sin amilanarse la bruja sacó sus tarros al exterior. Juntó agua y echó en ella las hojas de la ruda macho machacadas en el mortero. Después de tres días de maceración, envasó el líquido esmeralda y lo llevó a su instructora.
Le sorprendió el olor a algo parecido a la pólvora pero ella no era de meterse en lo que no le importaba. Entregó la mercancía y recibió su paga. 
“Nunca cobré tanto por un té de ruda”, rió con boca desdentada la dueña de los gatos. De todos modos se revisó los bolsillos buscando en ellos rastros de azufre o pólvora, pero no… Sí estaban los billetes y se olvidó del olor y aspiró el perfume del papel moneda.
El dos de agosto comenzó para ella la calamidad. Los gatos se mataron entre sí en evidentes ataques de esquizofrenia gatuna. La enredadera se marchitó y perdida la fuerza de su tallo el techo que sostenían se derrumbó dejando a la bruja tirada en el suelo con las piernas dentro del aplastado rancho y el torso en la parte exterior.
Durante tres días estuvo así. No sentía hambre ni sed. Sólo curiosidad. Al atardecer de la tercer jornada un auto negro se detuvo. La mujer de ropas y joyas caras descendió y la increpó “¡Maldita vieja tramposa!” y otros improperios nada edificantes por cierto.
La dama hizo un pase mágico con la enguantada mano izquierda y el rancho terminó de caer. La bruja se fue transformando en un enorme gato negro, muy negro; antes de comenzar a maullar, la vieja preguntó “¿Qué hice mal?”. 
La respuesta fue “Usar simple agua de lluvia. Debiste esperar a juntar agua de lluvia en un día de sol, de esos en que se cuenta que se casa el Diablo, vieja perra!”
Un desgarrante maullido selló el paso de la bruja a un mundo extraño. La última y escasa visión del universo que conocía antes fue la de un enorme demonio que ataviado con ropas femeninas subía a una limusina negra, muy negra.Abad fue titular de la Sociedad Argentina de Escritores Misiones. Publicó los libros: “La única amiga” editado por la Biblioteca de las Misiones; “La muerte de la Chipera” (1990); “El amor de la Palmera y el Horquetero” y “Cuentos Galardonados” entre otros.