Cortaba la humareda de cigarrillos cada relato de aquella comitiva noctámbula en el bodegón. Parcos parroquianos, todo era susurro, porque cuando la sed asiste nadie sube la voz. La madrugada no avanza entonces, retrocede a la luz de una botella, faro del contrapunto.
Hablaba un hombre avejentado. Contó que en épocas de mensúes, él era muchacho y desde entonces atesoraba el mapa. Pagó un mal paso juvenil con unos días en la cárcel, grata compañía al fin y al cabo, conoció al personaje que a su vez refirió datos improbables.
“En días de huelgas allá por el 40, dijo aquel compañero de desdicha, llegó a mis manos un mapa de San Ignacio simple y luminoso como todo lo que revela enterramientos de tesoros. Reconocí la Plaza, la Iglesia, los claustros, las viviendas, las calles y avenidas, la acequia, el cementerio. Y aunque simulara desentenderme del detalle, todo lo memoricé fácilmente por toma y descarte. Vi nueve señales que había marcado alguien bajo la higuera o el naranjo, cerca del aljibe y en el centro de la plaza, en el Rollo y en la Iglesia, entre los muros de la biblioteca, en la tumba, en la Sacristía…
“Ya libre y al tiempo (porque vivía yo lejos de San Ignacio y debía antes solucionar otras cuestiones) me arrimé al ruinaje. Escondido entre las sombras de la tarde cuando al éxodo de visitantes sigue el poblamiento de la reducción por gatos pardos, esperé, y en plena medianoche corrí pegado a los muros, acaricié frisos a tientas, me escurrí como un buen sueño, trepé peldaños y profané el muro medianero del poniente. Un tablón fue puente y en el punto indicado removí piezas del pasillo.
“Entonces, a falta de vasija y fortuna hizo su entrada al mundo un pequeñísimo cofre pesado y macizo.
“Botín en mano huí y antes que cantara el gallo ya golpeaba con esfuerzo callado violentando a mazazos aquella cerradura inviolable y al salto del cerrojo tuve ante mí una gran recompensa: estaba repleto de monedas de oro…”
Amanecía y del bodegón nos echaron a la calle…
Aguará-í