Gumersindo el hachero

Domingo 12 de julio de 2020 | 05:30hs.

Santiago Jacobo Atencio
Escritor

Era una reunión habitual de amigos con el agregado de nuevos invitados, siempre se produce un intercambio de opiniones interesantes, cada uno expone sus propias vivencias y anécdotas, pero cuando el misionero empezaba a describir cómo es su tierra natal, se encendió otro brillo en sus ojos y su voz demostraba un entusiasmo desbordado al detallar la majestuosidad de las Cataratas del Iguazú, la selva misionera con árboles añosos de gran altura, donde los caminos de tierra roja, son como una heridas que se abre en esa cerrada muralla verde, que en primavera es un jardín de flores multicolores. Por esa tierra colorada, también se desplazan los arroyos con miles de cascadas atractivas, además en ese espacio bendecido por la naturaleza conviven las más diversas especies de animales en esa combinación ideal de la vida silvestre.

Quién no puede sentirse tentado de visitar la provincia de Misiones, para vivenciar en forma directa esa descripción, especialmente si quienes escuchaban, habían crecido en un ambiente tan diferente, rodeado de montañas, con valles donde el verde se extiende y llega hasta donde alcanza el agua, pero luego quedan los inmensos espacios semidesérticos con vegetación achaparrada y escasa. 

Sin duda representaba un gran desafío, pero Roberto estaba decidido a descubrir personalmente esos paisajes mágicos que el amigo misionero describía con tanto apasionamiento sobre su provincia de origen, con premura empezó a planificar su viaje, preparando su vehículo y buscando más información sobre Misiones.

Desde el pie de las altas montañas en la Cordillera de los Andes, que en invierno se cubren de nieve, en un jeep bien equipado, con pocos bolsos y mucho entusiasmo, Roberto inició su recorrido hacia la tierra de Misiones, con el propósito de visitar todos los rincones, como era su costumbre exploradora, entendiendo que cuando se transita todo el territorio recién se logra obtener una idea completa del lugar y no solo con los recorridos adonde son llevados los turistas.

Cuando el cartel de la ruta le dio la bienvenida a  Misiones, sintió una sensación de regocijo pensando que algo esplendoroso y fascinante podría descubrir. Ya en la ciudad capital percibió la cordialidad y acogimiento de su gente, sorprendido por el inmenso río Paraná y sus cautivadores paisajes. Luego con toda la información disponible, siguió su viaje dispuesto a recorrer todo el territorio provincial, como se había propuesto al iniciar su periplo.

Sin embargo, durante su travesía se presentó un incidente que atrapó su atención. Estaba en una estación de servicios sobre la ruta, cuando ingresó un camión cargado con inmensos rollos de madera que parecían recién cortados de la selva.

Claro, Roberto carpintero de profesión, estaba acostumbrado a manipular diversas maderas, pero en el formato de tablas de varias medidas, pero nunca había visto rollos de ese tamaño en su estado natural y eso le causó un gran impacto en su curiosidad de explorador en este nuevo ambiente. Esperó paciente que el conductor del camión regresara a su medio de transporte para pedirle información sobre el origen de esos rollos y con múltiples preguntas de viajero inquieto, logró los datos necesarios para llegar hasta el lugar donde se realizaba el corte de esa madera directamente del monte natural, donde los hacheros trabajaban arduamente para derribar estos inmensos árboles de la impresionante selva misionera.

Con todos los pormenores que le brindó el camionero, configuró su propio recorrido, entendió que debía llegar hasta la localidad de El Soberbio y luego por caminos vecinales avanzar hasta arribar al paraje de Colonia Paraíso. Con su jeep bien aprovisionado y apto para transitar en caminos agrestes, inició Roberto su travesía dispuesto a cumplir con su objetivo, sin premura fue avanzando porque había tanto para observar en ese paisaje tan espléndido, intentando guardar en su mente cada imagen de ese verde inmenso y el contraste de la tierra roja con un sol brillante que hacía más admirable todo el esplendor de la naturaleza.

Ya en su desplazamiento hacia Colonia Paraíso, vio una bandera Argentina al tope de un mástil, su corazón aumentó de frecuencia y su sensibilidad patriótica lo inundó de emoción. Se detuvo frente al cartel que indicaba que estaba frente a una Escuela de Frontera. Cuando observó que los alumnos salieron al recreo con toda su algarabía, se bajó del jeep y pidió hablar con algún maestro de la escuela.

La espera fue breve, porque uno de los chicos llamó al único maestro de esa escuela y salió un joven con su guardapolvo blanco impecable a saludarlo con mucha cordialidad. Allí Roberto expuso su inquietud de conocer el lugar de donde se extraían esos inmensos rollos de madera y si era posible observar como realizan esas tareas los trabajadores en forma directa. Con una mirada serena y mucha tranquilidad, el maestro le explicó que esa era una actividad habitual en esa zona, donde los hacheros ingresan al monte a buscar los mejores árboles para derribarlos y comercializarlos, pero le recomendó que fuera a conversar con don Gumersindo, un antiguo poblador de esa región que siempre se ha dedicado a esa actividad y que por su personalidad amigable podría permitirle satisfacer su curiosidad.

Luego de un saludo cordial y agradecido, Roberto en su jeep se encaminó a la casa de Don Gumersindo siguiendo las instrucciones que le dio el maestro, de avanzar por esa picada hasta llegar al puente del arroyo y unos cien metros más adelante encontraría un camino nuevo a la derecha que lo conducirá directamente a su casa. Ni bien llegó al lugar, el vehículo fue rodeado por tres perros de buen porte que con furia aterradora le daban la bienvenida, hasta que desde el interior de una casa de madera, bajo un frondoso árbol, salió una mujer delgada que, con un solo grito, logró que los perros se fueran alejando del vehículo hasta que Roberto pudo bajar y acercarse hasta la casa. Allí habló con la esposa de don Gumersindo. Ella con un niño en brazos y otro agarrado a su pollera, le explicó que su esposo no estaba, pero que llegaría en unas horas. Entonces consultó si podía esperar en su jeep, le respondió que sí, con la advertencia de que no baje del vehículo porque los perros podían atacarlo.

Pacientemente dejó transcurrir el tiempo de espera, mientras observaba cada detalle del paisaje que lo rodeaba, la selva en su plenitud con inmensos árboles de gran follaje, entrelazados entre sí que no dejaban pasar los rayos del sol y en el parte baja una tupida maraña de plantas que configuraban una verdadera muralla verde, donde el camino de ingreso, esa picada de tierra roja que le indicó el maestro, representaba una herida abierta en el exorbitante verde circundante.

Un sol brillante con todo su vigor, sin una sola brisa, era una quietud sofocante propia del verano misionero, los únicos movimientos que se detectaban eran los vuelos de los pájaros de diversos colores y tamaños entre los árboles y además el incesante revoloteo de los mosquitos que lo  azuzaban con la voracidad de insectos sedientos en aguijonearlo, pero la danza fascinante de las mariposas multicolores que jugueteaban entre las flores silvestres en un primoroso bailoteo encantador era el espectáculo más impactante para un extraño de esas tierras.

Los perros que disimulaban dormir bajo la sombra estaban atentos a sus movimientos, solo se levantaron cuando escucharon la voz de don Gumersindo, al momento de acercarse a su casa montado en un carro tirado por un par de bueyes.

Con ojos inquietos y muchas expectativas, Roberto esperó sobre su vehículo hasta que el dueño de casa se acercó a él para saludarlo y conversar sobre el motivo de su visita. En su percepción detallista, la primera sorpresa al enfrentarse con don Gumersindo fue encontrar un hombre amable y cordial en su trato a pesar de vivir en esa inmensa soledad, también era llamativa su forma de expresarse, porque había en su vocabulario palabras en castellano y otras en portugués, pero sus ideas eran claras y con su mirada firme y directa imponía autoridad y respeto.

Escuchó atentamente la inquietud planteada por Roberto, respecto a su curiosidad de observar su trabajo de hachero en esa selva misionera, de la cual tanto había escuchado hablar desde su lejana tierra natal, que por ser carpintero su labor con las maderas era habitual, sin embargo nunca había visto el origen de esas maderas que llegaban a su taller.

Don Gumersindo aceptó la propuesta y le dijo que al otro día, a las seis de la mañana iniciaba su jornada de salir al monte, de modo que lo esperaría para llevarlo junto con él. Roberto con inmenso gozo agradeció esa gentileza y se despidió de ese hombre de talla mediana pero de grandes hombros y fuertes brazos que demostraban su energía y vitalidad. 

Regresó hasta El Soberbio donde se dedicó a descansar y preparar su mochila con alimentos y agua para afrontar esta experiencia inédita, con la convicción de que no podía perder esta oportunidad de conocer el trabajo del hachero en el monte misionero. 

A las cinco de la mañana llegó a la casa de don Gumersindo (y por cierto los perros salieron a recibirlo), se saludaron con mutuo respeto y luego caminaron juntos hasta la cocina, donde estaba su esposa compartiendo los mates acompañados de pan casero, ahora en silencio, pero las miradas que entre ellos se cruzaban eran un diálogo intenso. 

Salieron al patio y don Gumersindo fue hasta el corral donde estaban dos bueyes de admirable mansedumbre, los fue acomodando en un carro de reducido tamaño con dos ruedas grandes, en él cargaron las herramientas de trabajo y varias sogas junto con los bolsos con comida y agua. Luego se despidió de su esposa, lo invitó a subir al carro y emprendieron la marcha hacia el interior de la selva misionera. 

Todo el viaje fue en absoluto silencio, la única voz que se escuchaba eran del hachero, cuando los llamaba por su nombre a cada buey, además conversaba con ellos, dándole instrucciones o cuando los reprendía por algo, pero nunca los castigaba, esos animales parecían entender sus palabras. De pronto dijo: ¡alto!, los bueyes se detuvieron y recién allí se dirigió a Roberto para decirle que ahora debían seguir caminando hacia el interior del monte, al principio era apenas una senda que cada vez se achicaba más hasta que don Gumersindo sacó su machete y empezó a abrir una huella entre la maraña de ramas que impedían avanzar. Roberto lo seguía emocionado, inquieto por descubrir el destino final en ese ambiente totalmente extraño para él, que podía avanzar con mucho esfuerzo y cuidado porque las ramas golpeaban su cuerpo pero sabiendo que en ese seguimiento a ciegas habría sorpresas impensadas para su historia personal.

Don Gumersindo seguía caminando, pero se detenía frente a esos inmensos árboles, los rodeaba dos o tres veces, miraba hacia el cielo para verificar su contextura y follaje y seguía más adelante hasta que finalmente se detuvo frente a un grueso tronco donde repitió la misma rutina y recién allí expresó: aquí nos quedaremos a trabajar. 

Bajó sus herramientas al suelo. Con el machete limpió las ramas que estaban a su alrededor y luego lo abrazó al tronco del árbol varias veces, como cuando se despide a un amigo o hermano para un largo viaje. En silencio, puso una rodilla en la tierra colorada húmeda, con una mano tocaba el tronco y la otra la elevaba al cielo junto con su mirada y empezó a pronunciar una especie de plegaria en un lenguaje incomprensible con palabras cortas y rápidas durante varios minutos. 

Cuando se paró don Gumersindo se dirigió a su acompañante para explicarle que había elegido el mejor árbol para ser cortado, porque era madera de ley, como se dio cuenta que no entendía, siguió diciéndole, es el más enorme cedro de todo este sector, el que más había crecido en esa bendita tierra donde la naturaleza le dio toda su vitalidad para ser el más grande de todos, pero ahora él lo necesitaba para seguir viviendo, con la venta de este inmenso cedro podría alimentar mejor a su familia, porque al ser tan gigante obtendría buenas ganancias, por esa razón no tenía otra alternativa que derribarlo ahora.

Con toda paciencia sacó sus dos hachas, que brillaban por sus filos, eligió una de ellas y fue marcando al derredor del tronco, con golpes suaves pero muy precisos hizo una línea a su alrededor, luego con la otra hacha comenzó su labor, con una precisión asombrosa  dejaba caer su hacha sobre el inmenso tronco del cedro marcando el lugar donde debía caer, para facilitar las tareas posteriores y no dañar tanto a las otras plantas próximas. 

Los músculos de sus hombros y los brazos se tensaban al máximo en cada golpe del hacha con una cadencia uniforme que dominaba con el movimiento del cuerpo, dando el golpe justo en el lugar preciso, abriendo la herida en el tronco del cedro penetrando hacia el corazón de ese gigante de pie y la sabia natural seguía saliendo desde su interior, como gotas de sangre blanca. 

El impacto de cada golpe del hachero, era un retumbo en el silencio de la espesura, un estampido que perforaba el aire húmedo de la selva misionera, hasta los pájaros huyeron despavoridos de esos árboles presagiando el destino final de esas ramas que seguramente fueron su aposento en sus vuelos matinales y reparo en las tormentas aciagas. Don Gumersindo solo se detuvo dos veces en su labor, una para cambiar de hacha y la otra, para beber un poco de agua, todo ese lapso fue una ceremonia en total silencio, donde uno ejecutaba la tarea y el otro solo observaba esa labor absorto por lo que representaba ese espectáculo en un ambiente tan singular, intentando interpretar los sentimientos del hachero al derribar el fruto de la naturaleza prodigiosa como un legado de Dios en la  creación del universo. 

Cuando el inmenso árbol comenzó a inclinarse, don Gumersindo rápido cambió de hacha para dar los golpes finales y de pronto como un trueno estrepitoso el gigante cedro cayó al suelo, arrastrando en su derrotero las ramas de otros árboles próximos hasta quedar tendido en esa tierra colorada que fue su cuna y le dio sustento durante tantos años. Con un fuerte grito el hachero celebró su tarea, sin embargo, para Roberto más que un grito de triunfo fue como un alarido de duelo, porque sabía que la madre naturaleza había empeñado muchos años en hacer crecer ese vástago endeble hasta llegar a ser un hermoso cedro con la esencia de sus propias entrañas.

Don Gumersindo y su acompañante hicieron una pausa para comer los alimentos que habían llevado, allí conversaron sobre esta tarea, la importancia de seleccionar el mejor tronco y las ventajas de tener buenas herramientas pero lo fundamental es la precisión con los golpes de las hachas, para no derrochar energías con hachazos en lugares inútiles, con eso se demuestra la habilidad del buen hachero. Después comenzó a sacar las ramas para dejar el tronco limpio, allí con pasos largos tomó la medida total del cedro y calculó los cuatro metros de cada tramo para cortarlo. Con los bueyes y sogas cada tronco fue arrastrado hasta un camino más amplio, desde donde serían trasladados al aserradero en el camión del patrón, con quién luego pactará el valor de cada tronco del cedro. 

En el viaje de regreso a la casa, los bueyes que ya conocían el camino, solos arrastraron el carro donde viajaban don Gumersindo y Roberto, esa fue la ocasión para dialogar sobre la historia del hachero. Fue hijo único de un padre también hachero que murió muy joven, quien le enseñó el oficio desde chico, cuando lo llevaba al monte para mostrarle el manejo del hacha y la selección de cada árbol. El viajero tenía inquietud sobre el ritual que realizó el hachero antes de comenzar su labor, fue entonces que le explicó que esa es una tradición transmitida por su padre, de respeto a la naturaleza que le dio ese hermoso árbol y dar gracias a Dios porque ese será el sustento de su familia. También le comentó que no llevará a sus hijos al monte, porque no deseaba que sean hacheros como él, cada vez quedan menos árboles y no se debe destruir esta selva maravillosa cortando todo y dejando la tierra vacía, se debe respetar a la naturaleza y darle tiempo para que haga crecer nuevos árboles.  

El viajero le contó sus trabajos de carpintero, fabricando muebles en su tierra natal, donde no había madera para eso y debían esperar que llegaran las tablas de ese árbol que recién derribó. Le dijo que  ahora entendía todo el proceso completo, desde el trabajo del hachero en el monte hasta la construcción de un mueble y lo entrega a su comprador.

La despedida fue muy emotiva entre ellos, porque habían compartido esas vivencias entrañables para el hachero por compartir sus secretos y para el carpintero por conocer el origen de sus maderas, en ese encuentro sin condicionamientos previos pero con mucho respeto y con los silencios espontáneos, los dos compartieron un retazo de sus propias vidas.

Roberto regresó a su tierra natal, luego de haber cumplido con su objetivo viajero  con una experiencia grandiosa sobre el nacimiento y destino de las maderas, además logró palpar ese vínculo íntimo entre la vida de las personas de ese ambiente tan sacrificado y su convivencia con la madre tierra, pero sigue la subsistencia de cada uno en su propio entorno, manteniendo esa innegable vocación de sustentar las vidas de los medios que brinda la providencia.

Sin embargo, cuando le encargaron un mueble de cedro el carpintero rechazó el pedido en el acto, porque cuando escuchó la palabra cedro, sintió un gran impacto en su interior, percibía aún en sus oídos los golpes del hachero sobre el inmenso árbol de cedro en la selva misionera, esa sincronía perfecta del movimiento del cuerpo y el recorrido del hacha que impactaba hiriendo de muerte a ese macizo que se resistía y el estruendo final con la caída en la tierra del cedro gigante, como un grito desgarrador de la naturaleza agraviada, sin poder defenderse de su agresor.

Relato inédito. Atencio es docente universitario. Autor de los libros:  Amar y sufrir por un hijo la mejor lección. Abriendo el cofre