Liberato el hachero

Domingo 10 de mayo de 2020 | 02:30hs.

Abdón Fernández
Escritor

Nadie sabía quién le puso el nombre de Liberato el Hachero. Venía de la selva, de voltear árboles corpulentos en los piques montunos. Liberato con su oficio conocía todos los árboles del monte. Hachaba y el filo de su herramienta hacía saltar astillas frescas, trozos de madera. Quebraba el corazón de los árboles hasta que tumbaba el coloso. Cada vez que Liberato hachaba un árbol, venían los capataces y miraban. El árbol estaba ahí como una cosa muerta, ya no tendría más pájaros, ni palomas, ni flores.
A veces los árboles eran duros, entonces Liberato sentía que el sudor le corría por la boca con un sabor salado. A veces los árboles tenían flores, rosadas como el lapacho, azules como el jacarandá, rojas como el ceibo y Liberato pensaba que, como la gente, también ellos se ponían tristones o alegres.
Frescura de helechos, amenaza de víboras, castigo de sol, picaduras de mbarigüíes, fiebre y mosquitos, todo eso reunía Liberato en su trabajo. Entraba a la selva como si fuera su mundo, como si conociese cada recoveco y sus ojos ansiosos buscaban los cedros, los loros, las carobas, maderas codiciadas por los ojos ávidos de sus patrones gringos. Hachaba Liberato los árboles de quince metros, de veinte metros hacia el cielo. Era apenas un hombre pequeñito haciendo vibrar con sus hachazos la gran soledad. A veces cansado, por algún claro, se detenía a mirar el sol y el sol no era sol sino un extraño planeta rojo que quemaba su piel, que le hacía sentir un extraña sed, una inmensa sed. ¿Con qué se mata la sed del monte?...Oficio de muerte el trabajo de Liberato el Hachero. ¿Y si un árbol cayese? ¿Y si un árbol lo aplastase?... Dura vida la de los hombres del monte, pensaba.
Liberato entra por los carriles del monte, a veces los capataces le gritan. Siempre la misma tarea. Tantea el filo del hacha, luego escupe las palmas de las manos y comienza los golpes rítmicos, siguiendo al primeros otros, siempre en un mismo eco.
“Es duro el lapacho”, habla para sí mismo Liberato. Nadie lo escucha; en el mismo monte hay muchos como él. Solo se escucha un golpe y el jadear del hombre. De pronto se siente un crujido de astillas rotas. Liberato retrocede hacia el carril. Un estrépito de lianas, de gajos rotos, de aves que huyen enloquecidas, acompañan la muerte del árbol. Después llega el grito. Salvaje como un alarido, alegre como un triunfo, rebelde como la misma raza. “¡Pi. Pi. Pijuuu…!”
Luego de muchos árboles, luego de mucha sed, luego de muchos mbarigüíes, cuando la tarde declina, Liberato regresa por los piques del monte. Viene cansado, trae el torso desnudo y el hacha al hombro. Picaduras de mosquitos ardiendo con el sudor. Camina ahora hacia el rancho. Siente la frescura de la noche cercana. Pero también la sed del día, la sed de la noche. Tiene la garganta seca.
Ahora está en el boliche, de pie, bebiendo en el mostrador, El hacha, como una cosa perdida, queda recostada contra la pared. Lleno de cansancio, pegoteado de sudor, el vino debe tener un sabor distinto para Liberato el Hachero. Los vasos como cubos de sangre y cristal, se vacían entre sus bigotes, chorrean por entre sus labios. Un vaso, dos, tres, cinco…Siente como si una fiebre se apoderase de su cabeza. Los párpados se le ponen pesados, busca unas bolsas en el rincón del almacén y allí se queda dormido, borracho y cansado.
En este momento sueña Liberato el Hachero. Se ve entre grandes árboles. Camina. De pronto ve venir un rollizo que gira, que gira…levanta sus manos y grita. Luego todo se esfuma. “Nunca vi rollizos que vuelen”, piensa. Ahora simplemente se viene abriendo paso entre los tacuapíes, nunca terminan los tacuapíes y las ortigas…cómo arden en la piel las ortigas del monte. Ahora siente que alguien le toma por los hombros, “quizás sea el curupí, piensa, al viejo Lemes el curupí le arañó toda la cara una noche”. A lo mejor también era la muerte o el lobisome. Dicen que andaba loco. Ahora de nuevo le acosa la sed, todo se cierra a su paso, plantas espinudas le sacan jirones de la piel. Liberato quiere encontrar el agua. “Dónde está el agua”, grita. “Agua…agua…agua!...” Sus manos están llenas de sangre, sus pies están llenos de sangre, los ojos están llenos de sangre, ya casi ni ve. “si pudiera beber la sangre”. Siente como un chucho. El cuerpo se le sacude en extraños temblores. Abre los ojos. El bolichero está a su lado. “Es tarde, Liberato – le dice- tenés que irte”. Liberato lo mira fijo, luego se levanta pesadamente y sale tambaleante a la calle.
Afuera la noche de la selva también duerme entre sus mil murmullos. Arriba, muy alto, la luna también va dando tumbos lo mismo que Liberato el Hachero.Cuento fechado en El Soberbio, octubre de 1959. Fernández fue periodista de El Territorio. Su único libro publicado –por la SadeM- es “Poemas Cuentos y Relatos”