Los Guatambúes

Domingo 24 de mayo de 2020 | 00:30hs.

Hugo W. Amable
Escritor

Los primeros en darse cuenta fueron los pintores y los carpinteros; porque la pintura no secaba ni la cola endurecía. La gente se sentía rara; pero cada uno para sí. Nadie había querido decir nada a nadie, por temor al ridículo. 
Era evidente que se movían, andaban, y aun comían; pero carecían de necesidades. El comer y el beber lo hacían por hábito, mas no digerían. Todavía más: sólo podían comer alimentos al natural, porque la cocción no se lograba nunca. Tampoco hervían las aguas. 
Entonces… entonces algo pasaba.
El día sucedía a la noche, aparentemente al menos. 
La gente dormía, o creía dormir. A cierta hora, a cierta altura de la supuesta noche, se acostaban. Al llegar el día (llegaba el día), se levantaban. Todo conforme a hábitos anteriores. 
Las casas se hacían como se habían hecho siempre; pero en ninguna actividad se llegaba a término. Nada se concluía. 
El tiempo se había detenido en Los Guatambúes. 
Se cumplían los ciclos diurno y nocturno; pero sin que hubiera transcurso de tiempo. Había una paralización de transcurso, una interrupción de causa a efecto. Era un círculo vicioso. Una eternidad. ¡Eso! Era la eternidad. Estaban todos en la eternidad. Muertos... Sin duda alguna. No podía ser de otra manera. 
Poco a poco fueron reconociendo la situación. 
Poco a poco fueron hablando de la situación. Se reunieron en grupos; luego, se congregaron en asambleas. ¿Qué hacer? 
Deliberaron largo... ¡tiempo! ¿Cabía decir “tiempo”? De pronto a uno se le ocurrió que podían llamar a los periodistas de los grandes rotativos y grandes revistas de la Capital Federal. Ellos moverían el ambiente. Ellos reclamarían solución para este pueblo detenido en el tiempo, sumido en la eternidad. Alguien agregó que podía convocarse también a los periodistas de radio y televisión. 
Todos se pusieron contentos. Sí; cuando la prensa de Buenos Aires comenzara a difundir el caso de Los Guatambúes con grandes titulares, y multitud de fotografías, los diarios; con voces vibrantes, las emisoras con gestos y frases solemnes, los canales de TV… , entonces sí, autoridades, intelectuales, empresarios, sociólogos, escritores, periodistas, charlatanes, paparulos, embaucadores, tilingas ... , la República toda, ¡el mundo entero! se pondría en campaña para resolver la insólita situación. 
No faltó, empero, la nube que ensombreciera el horizonte. Uno de los presentes planteó con crudeza la realidad: ¿De qué manera, por qué medios, se habría de convocar al periodismo de Buenos Aires? ¡Cuando estaba probado que era imposible salir de los límites del pueblo; cuando ni siquiera por teléfono podía establecerse contacto con la gente de otro lugar... ! ¡Adiós alegría! No había escapatoria. Estaban colgados del tiempo, indefinidamente. Alguien acotó: 
-Además no se trata de salir de este lugar, sino de salir de este tiempo inmóvil, de este tiempo que no transcurre... 
Fueron estas palabras las que me condujeron hacia la clave. A partir de ese momento, comencé a entrever una posibilidad de solución. Salir del lugar quizás no resultara tan difícil. Lo difícil era salir de aquel tiempo... sin tiempo. Pero, ¿acaso tiempo y espacio no estaban íntimamente relacionados, identificados? Relacionados... Identificados. Tiempo y espacio unidos, una misma cosa... 
Debo reconocer que no fui de los primeros en advertir la nueva y pavorosa situación que se vivía en Los Guatambúes, ese pueblito misionero de gente advenediza, emprendedora, audaz; a veces, inescrupulosa. Hallábame escribiendo mis impresiones, como todos los días, en mi salita de madera, junto a la ventana. Intuitivamente, respondiendo quizás a un movimiento habitual, giré hacia adentro el brazo izquierdo y observé mi muñeca. No tenía el reloj. Lo busqué infructuosamente. Poco después, se me ocurrió consultar el almanaque. Miré hacia la pared, hacia el lugar en donde solía estar ubicado, con su lámina de inevitable mal gusto; con su bloque de fechas, que diariamente se reducía como a cada paso se reduce la vida del hombre; con su cuadernillo rectangular de doce meses, las jornadas laborales estampadas en negro, y los domingos y feriados, en rojo (integro este cuadernillo por la necesidad de consultarlo a menudo, solo levantadas las hojas de los meses pasados para dejar a la vista el que iba transcurriendo). 
  Digo “a veces”, “poco después”, “iba transcurriendo”. Y comprendo en seguida la inexactitud de estas expresiones con referencia a esa situación irreal, inexplicable, a ese vivir presos del tiempo indivisible e inmóvil. También he dicho “a partir de ese momento”; pero ¿existía el momento, el instante, el ahora, con la noción precisa que tenemos, o creemos tener, de esa inasible dimensión temporal? No. Era lo inmutable, lo eterno; el “siempre todavía”. 
   De todas maneras, yo había comprendido, había captado esa única posibilidad de solución, íntima relación de tiempo y espacio... ¿en dónde se logra esa relación? En el lenguaje porque el lenguaje implica tiempo. Nadie habla todo junto, de golpe. Hay transcurso de tiempo en el lenguaje: una palabra sucede a la otra, un sonido al otro. Si nos hablábamos y nos entendíamos en Los Guatambúes... ¡Claro! Allí estaba la clave. Quienquiera que fuese el autor de esa trampa diabólica, había cometido un error al dejar libre el lenguaje. Existía para nosotros, por lo tanto, un devenir en la expresión lingüística. 
   Si cuento de qué manera me escapé de un pueblo paralizado, suspendido en el tiempo; si explico cómo logré salir a impulsos de frases pronunciadas a viva voz -montado sobre las palabras, me atrevería a decir-­ corro el riesgo de ser tildado de loco. No es para menos. Parece una broma. Algo así como el caso del demente que pretendía treparse por el haz de luz de una linterna. Y ... ¿quién dijo que no es posible? Les confieso que ahora creo en muchas cosas que antes me parecían disparatadas. Sobre todo, si ocurren en Misiones. 
   Les diré, aun exponiéndome a que me miren de costado, como salí de aquella trampa valiéndome del habla. 
   La gente se había resignado a vivir in aeternum en ese suspenso temporal, en esa suerte de limbo pueblerino. Es por ello que a nadie llamó la atención el verme afanado en poner en marcha la dínamo de un megáfono. Tras denodado esfuerzo, lo conseguí. Eso suponía yo; pero habíame olvidado de la ilusión de realidad en que vivíamos. Sí; el funcionamiento de la dínamo era aparente. Lo comprobé al hacer la conexión con el tocadiscos. Ningún sonido se producía. Nada. 
   Exasperado, arranqué de un manotazo la bocina del megáfono. Cuando la vi en el suelo, acuñé la idea salvadora. Si nuestras voces se escuchaban, si el hablar y el oírnos no era una ilusión más, significaba que las palabras, las frases, ¡los gritos! de uno de nosotros, tendrían por fuerza que atravesar el espacio. 
   Lo que más me costó fue convencer a aquel compoblano para que se colocara la bocina junto a la boca y profiriera algunas frases -las que se le antojara- en voz alta. Una vez convencido, lo llevé hasta la linde del poblado. Allí había puesto yo un tablón, largo de más de cinco metros, apoyado uno de los extremos sobre un caballete; el otro, daba en lo que podríamos denominar límite de nuestro encierro témporo-espacial, quedando suspendido a unos sesenta centímetros del suelo, como si estuviese afirmado contra un muro invisible. Me senté sobre el tablón, dispuesto a deslizarme en tobogán. Me sentía como un niño travieso, a punto de emprender la más emocionante de sus aventuras. 
Le indiqué a mi ayudante que gritara por la bocina las frases o palabras sueltas que le vinieran en ganas, sin interrupción, durante un minuto por lo menos. Guando lo vi resuelto a obedecerme, trepé al tablón y me largué hacia abajo. Al llegar al extremo, sentí como si estuviera atravesando un hueco de bordes irregulares. Era el orificio abierto en la barrera del tiempo por los brulotes de mi ayudante. Al punto que caía del otro lado, escuchaba sus últimas expresiones: 

-Aña membí. .. Emombe’u coa nde yariipe (contáselo a tu abuela) Yaguá hasí (perro rabioso) ... Tepotí tarova (loco de m… ). 
De más está decir que mi ayudante era un hijo legítimo de aquellas tierras. 
Caí pesadamente en el suelo, y me desmayé; no por el golpe, sino por un imponderable que nunca podré definir. 
Ignoro cuanto tiempo estuve inconsciente (ahora cabe que diga “tiempo”); solo recuerdo que, al volver en mí, halleme en una cama, rodeado de gente extraña. Un hombre maduro, quizás el padre de familia, me preguntó amablemente: 
-¿Se siente bien? 
-Sí ¡Gracias! ¿En dónde estoy? 
-En Ruvichá. 
- ¿Ruvichá? -no ubicaba el nombre.
Otro de los presentes, un joven rubio, de rostro alargado y ojos vivaces, me interrogó: 
-¿Lo habían asaltado? ¿Lo golpearon? 
Pensé unos segundos. ¿Debía relatarles mi experiencia? Tal vez no me creyeran. Me decidí a darles una respuesta vaga: 
-No ... Salía del pueblo ... 
- ¿De qué pueblo? – me preguntó nerviosamente un tercero.
-De Los Guatambúes -me atreví, no obstante, a confesar. 
-¿Los Guatambúes? -inquirió el joven rubio, con un tono de asombro e incredulidad. 
-Déjenlo descansar -dijo el hombre mayor, el que parecía ser el padre de familia-. Está aturdido aún. ¿No ven que confunde nombres? 
¿Yo confundía nombres? 
Se apartaron del lecho, sin salir de la habitación. 
Advertí que me observaban, y por lo que alcancé a escuchar, supe que seguían ocupándose de mí. 
-Los Guatambúes ... ¿no es un pueblo que existió por acá cerca, según dicen, hace muchos años? -preguntó uno de los jóvenes. 
-Sí; hace un siglo y medio, aproximadamente ... 
Desapareció de golpe sin dejar rastros ni indicios que permitieran tener una idea de lo ocurrido. Como si se lo hubiese tragado la tierra...
¿Desaparecido un siglo y medio atrás? ¡No podía ser! Si en Los Guatambúes había teléfono, y se conocía (aunque no hubiese allí estaciones emisoras) la radio y la televisión ... 
¿Un siglo y medio? Si yo había huido de Los Guatambúes a los pocos días de haberse producido aquel fenómeno tremendo de la paralización en el tiempo, y era, en consecuencia, un contemporáneo de mis auxiliadores. 
Después de oír aquello, me encerré en un mutismo inviolable, y nunca más volví a hablar de Los Guatambúes. Desde entonces, ando por el mundo con este secreto a cuestas...

Relato publicado en el libro  “Destinos”, Editorial Colmegna 1973. Amable fue un prolífico escritor que abordó todos los géneros literarios: cuentos, novelas, poesía, ensayos y trabajos de lingüística