Mandarinas

Domingo 19 de abril de 2020 | 08:30hs.

Por Miguel Sedoff Escritor

Su padre tenía un Ford Fairlane verde con techo vinílico negro. Era viejo, amplio y ruidoso. En él había aprendido a manejar a los trece años. Cuando su padre le tuvo un poco de confianza, pudo usar el auto para salir a dar unas vueltas y así se convirtió en el chofer de las excursiones que hacían con sus primos en las siestas del invierno.
Esos días fríos pero soleados, cuando todo el mundo se iba a dormir, él salía con el Fairlane y subían todos por el camino viejo que pasaba por atrás del Aeroclub hasta el Ocho y de ahí hasta Campo Ramón, donde estaba la chacra de su abuelo. La tierra era una nube roja que flotaba a su paso, anticipando su presencia ante la inmensidad silenciosa de los montes oscuros.
En la chacra no había gran cosa, algo de té, algo de yerba, un arroyito de agua cristalina y helada que discurría semioculto entre los pastizales y una cancha de fútbol irregular y poceada donde los sábados a la tarde la peonada perdía las horas hasta que se hacía de noche.
Pero para ellos era un lugar distinto, un lugar casi propio. Había algunas plantas de mandarinas, a unos mil quinientos metros de la entrada, escondidas entre los paraísos de un montecito y allí se dirigían cuando el invierno entibiaba.
Estacionaban el Fairlane adelante del galpón de acopio y de ahí caminaban entre el pasto irregular hasta las plantas. En el camino, siempre alguno de los perros de la Tate los toreaba, pero se callaba apenas los reconocía.
Cuando llegaban, lo primero que hacían era sacar las mandarinas más maduras y comerlas, dos, tres, cuatro seguidas, escupiendo las semillas lo más lejos posible y doblando las cáscaras para crear nubes de ácido traslúcido.
Después de la urgencia, trepaban por los caminos ocultos de las ramas hasta arriba, uno en cada planta, balanceándose con el viento y el movimiento de sus cuerpos.
Con el estómago lleno y la nariz impregnada de ese olor, satisfechos de la fruta pero con ellas en la mano no podían hacer otra cosa que tirarlas de árbol en árbol, haciendo blanco en cabezas, cuellos, espaldas hasta teñir todo de ese color impreciso entre el naranja y el amarillo plantando en sus ropas ese olor que no se iría sino después de largas horas de lavado.
Entonces el silencio. Se estiraban en las ramas haciendo equilibrio y silbaban, gritaban hasta quedarse adormecidos escuchando los sonidos anónimos del monte. La celebración terminaba con los largos chorros de orina que bajaban entre las hojas hasta formar un charco oloroso y humeante en el suelo húmedo y colorado.
Antes de volver, juntaban bolsas de mandarinas para llevar a casa y corrían una carrera final hasta el auto.
La Tate, que los conocía desde que habían nacido y siempre parecía tener la misma edad, los despedía cerrando el portón, acaso aliviada por la partida.
Ese día él salió de su casa para ir al banco a buscar una tarjeta. Era uno de esos días fríos y soleados del invierno misionero y mientras iba caminando tranquilo evocó como muchas otras veces las siestas en Oberá cuando iban a la chacra del Nono a comer mandarinas con sus primos. Habían pasado los años y muchos estaban lejos en la distancia o lejos en el contacto como él. No era nostalgia, se decía siempre, sino algunos buenos recuerdos.
Tenía noticias de ellos a veces directas, por algún llamado inusual, a veces por terceras personas, o tal vez reconociendo en alguno de sus hijos algún rasgo de su carácter. A veces pensaba que parecía tener todo el tiempo del mundo para volver a ver a los afectos de la infancia, pero en algún momento eso se iba a acabar.
Se quedó esperando el semáforo para cruzar Mitre y en ese momento todo se oscureció y cayó. No volvió a recuperar la conciencia.
Unas personas que estaban cerca lo trataron de auxiliar y una llamó a emergencias. Una ambulancia llegó y lo llevó al Hospital. Un médico jovencito miró en su billetera y entre sus cosas encontró la tarjeta que Silvina le había puesto una vez con los contactos de su casa.
Silvina atendió la llamada con la cabeza en otra cosa. Un alumno le había contado algo muy personal y estaba en un dilema sobre si guardarse para sí la confesión o tratar de charlarlo con sus padres. Recién cuando cortó pudo ordenar las frases que le habían dicho. Que Oscar se había desmayado en la calle y estaba internado. Creyó escuchar que estaba en terapia intensiva, pero no recordó mayores precisiones. Sí que no estaba muerto. Eso no lo hubiera podido pasar por alto.
Los chicos estaban en casa y no tenía con quien dejarlos. Ana María, la señora que la ayudaba, se había ido al mediodía y sabía que trabajaba en otra casa por la tarde, así que no podría contar con ella. No tenían familiares cerca, lo que era algo que siempre la había perturbado, y todos los amigos con los que podía contar estarían trabajando a esa hora. Llamó igualmente a Laura y le contó lo que había pasado. Ella tenía que ir a la tarde al negocio, pero igual se llegó hasta su casa para quedarse con los chicos.
Silvina llamó un taxi y cuando bajó frente al hospital comenzó a darse cuenta de lo que estaba pasando. El enfermero que la llamó no quiso entrar en detalles porque no podía decirle por teléfono que Oscar estaba muriéndose. Esas eran cosas que se decían cara a cara, pensó, aunque trató de animarse antes de entrar.
Entró apurada pero con un poco de vergüenza no se animó a correr. Cuando le hicieron pasar a Terapia Intensiva, sintió como el dolor acumulado en eses lugar la golpeaba como una piedra en la cabeza. Había gente llorando, gente con la mirada perdida, gente sentada en el piso con los ojos cerrados, rezando. Era un ambiente de resignación y despedida que parecía resistir a la esperanza.
Le indicaron donde estaba él y se acercó a su cama, sorteando a una señora sentada en un sillón playero que rezaba un rosario con una estampita del Gauchito Gil en la mano.
Oscar tenía los ojos cerrados y la cara serena. Parecía casi feliz, con los rasgos distendidos y la tersura de su piel en la que se adivinaba una sombra de barba. Silvina lo saludó en voz baja, le dio un beso en la frente y, mientras le acariciaba la mejilla, no pudo aguantar más y comenzó a llorar en silencio, mirándole la piel como si contuviera un mensaje secreto destinado solamente a ella.
Él no podía escucharla ni sentirla. Se encontraba en un lugar remoto, en una bruma blanquecina detrás de la cual apenas podía entrever imágenes, ruidos anónimos y pocos estímulos más.
En un momento esa bruma se abrió y pudo ver toda la escena. Vio su cuerpo tendido en la cama y a Silvina tomándole la mano. Le recordaba a alguna de las escenas religiosas que poblaron su infancia. Era María Magdalena. El consuelo al moribundo.
Silvina no sabía qué hacer y por eso no le soltaba la mano. Con la otra le acariciaba la mejilla mientras en silencio sollozaba pensando en ellos, en sus vidas, sus hijos, en si esto iba a ser definitivo. No quería pensarlo, pero estaba dando un temeroso primer paso para prepararse a una vida de mujer sola.
No sabía si la abrumaba el dolor de la pérdida tanto más que el dolor de continuar viva a cargo de su vida. Golpeó en silencio la cama y se sintió perdida, inútil y vencida. Lo miró otra vez, buscando un movimiento de sus músculos, un parpadeo, un reconocimiento en ese rostro que seguía igual, quería decirle a todos lo injusto que le parecía que él se muriera así, sin avisar, sin darle tiempo para nada.
Oscar sentía el dolor de Silvina como un hecho casi físico, pero no encontraba la forma de conectarse con ella, de tranquilizarla, de darle un poco de serenidad.
No tenía nada nuevo que decirle porque en los veinte años que llevaban juntos se habían dicho todo. El amor que sentía por esa mujer era la savia que se desparramaba por todo su cuerpo y él lo sentía como un líquido suave y penetrante que le hacía bien. Sentía que ella sufría, pero sentía también que él ya nada podía hacer por ella.
De repente sintió que algo lentamente cambiaba a su alrededor. La presencia de Silvina ya no era tan fuerte y su amor lo consolaba en el final. La bruma se fue haciendo más brillante. Las imágenes que podía adivinar desaparecieron y él comenzó a sentir un intenso olor a mandarinas.
Descubrió así hacia donde se dirigía. Este relato es parte del libro “Estuve” editado por la Editorial Homo Sapiens, año 2010