Misericordia

Domingo 26 de abril de 2020 | 03:30hs.

Por Rodolfo Roque Fessler Escritor

“No tengas sólo piedad de los ciegos y de los tullidos;
tenla también de los malvados, que tienen la desdicha de ser inválidos de espíritu”. Epicteto. Siglo I. “El poder de un hombre se mide por la hondura de su piedad”. Christopher Moore.

En Misiones son cada vez más raros los días fríos, pero cuando “hela”, San Vicente, se queda rígido y cruje bajo cero y blanco. En los descampados, la escarcha se convierte en una rigurosa alfombra de niebla esparcida por el suelo. Todo se vuelve hielo, la humedad se endurece y cae tomándolo todo hasta dejar como una piedra el combustible de la camioneta. Ni los pájaros vuelan; tienen las alas endurecidas y no se gastan en trinar para conservar algo de calor entre las plumas.
Así, no hay diésel que arranque. No teníamos encendedor ni papel para hacer un fueguito debajo del motor y así aflojar el gasoil, como hacían los soldados de la Wehrmacht con los Panzer al final del sitio a Stalingrado.
La caja de fósforos estaba más húmeda que la chica de anoche. No hay más remedio que esperar, que se disipe la neblina y salga el sol. La jornada sería gélida y larga. Despertamos de madrugada al dueño del bar J.R y, ya que estábamos, comenzamos “a quemar” desde tempranito.
Antes de que nos sirvieran apareció “el profesor”; un viejo desteñido que habitualmente incursiona para amigarse con algo fuerte junto a las mesas mejor regadas. Su desastrado aspecto lo decía todo; además de su raída vestimenta lo único que tenía era sed. Lo invitamos a sentarse y a una rueda.
-Así que usted es el profesor…¿se puede saber profesor de qué?
-Profesor de historia ¿de qué otra cosa se puede ser profesor? respondió con aire de gran señor.
- Pero si en este paraje no hay ni escuela, retruqué.
-Una golondrina tampoco hace verano ¡es el verano! subrayó el viejo sin inmutarse.
Cuando ya nos habíamos bajado la primera botella y la vista empezaba a competir con la neblina, notamos que al profesor se le aclaraban la lengua y la vista. Tenía ojos muy azules; parecían más oscuros en contraste con su barba completamente blanca y su piel transparente. Sus ademanes eran cadenciosos. Cortejaba a sus palabras con delicados movimientos de las manos, que como una batuta, dirigía su broncínea voz cincelada por el tabaco. Sabía de historia, eso era indudable. Nos dio un paseo sobre el descubrimiento de América, las homéricas dificultades del cruce oceánico y explicó con atendibles razones porqué los españoles invadieron a los aztecas y no al revés, tratándose ambos de dos pueblos igualmente conquistadores y crueles.
-¿Y qué nos puede contar de la historia más antigua Don? preguntó mi chofer, a quien yo no quería ni hablar, en reproche por haber olvidado los fósforos en la lluvia, los diarios en el baño y los puchos en la baranda del quiosco.
-Muchas cosas, dijo el profesor, pero les quiero contar algo que muy pocos saben y nadie imagina…si… me permiten otra rondita, claro.
Mientras servíamos la nueva botella relató lo que sigue:
-No escapará a ustedes que quienes poseen poca amplitud en su percepción del tiempo llaman “los antiguos” a romanos, griegos y judíos, sin saber que para éstos la antiquísima Sumeria era desconocida. Herodoto, en ninguno de los fabulosos Nueve Libros de Historia la menciona. Nunca oyó hablar de ella. Y estoy hablando de Heródoto, el padre de la historia. Si algo supo de Sumeria lo omitió como algo más antiguo para él que para nosotros. Los babilonios que asolaron las tierras de Ur y Lagash hablaban el acadio, una de las primeras lenguas escritas, pero conservaron para sus ceremonias religiosas el sumerio, que debió haber sido un habla más elegante, aunque esta cuestión algunos historiadores ponen en duda; pues, para la época del imperio de los jardines colgantes, la lengua sumaria ya no era hablada en ninguna parte ¿se imaginan ustedes? Debemos tener más cuidado cuando decimos que algo es antiguo.
Hizo una breve pausa para examinar nuestras muy atentas y perplejas miradas, apuró un buen trago y prosiguió:
-Beroso, un cronista babilonio de varios siglos antes de Cristo, conocía a Sumeria apenas bajo los velos de una leyenda, la el dios Oanes, de quien decía que era procedente del gran Golfo de Persia. Esa formidable deidad legó a los hombres todas las cosas que procuran el mejoramiento de la vida. Afirmaba que, después de él, ya nada más fue inventado. Eso decía Beroso, que tampoco volvió a mencionar a Sumeria, y nunca más, en ningún registro escrito por absolutamente ningún griego, ni romano alguno, se la volvió a nombrar. Nunca. Por nadie. Bueno, al menos hasta 1887 cuando fue descubierta bajo decenas de metros de arcilla y desenterrada. No quise pasar por alto este hecho asombroso; que ignoráramos tanto tiempo el origen de la civilización y que los pueblos “antiguos” más civilizados como Grecia y Roma ¡tampoco sabían nada de Sumeria! De todos modos, lo que en verdad les voy a referir trata de un rey que cometió un acto de piedad.
La copa del profesor mágicamente siempre estaba vacía. Su relato era tan interesante y sorprendente, que aturdidos, el chofer y yo alternábamos mecánicamente para solucionar el inconveniente.
-Algunos hombres feroces son a la vez muy sensibles; al menos en algunos gestos que los humanizan, acentuando su monstruosidad. Habrán visto a Hitler acariciar a su perra “Blondie” o encender su pipa a Stalin con cara de abuelo bonachón. La mayor crueldad nunca es evidente.
-Dos mil trescientos años antes de Cristo los poetas y eruditos caldeos intentaron reconstruir la antigua historia del rey semita Sargón, llamado “el grande”, porque había invadido muchos pueblos, tomado muchos esclavos y matado mucha gente.
- ¿De dónde saca usted todo eso? inquirí.
Me hizo una señal con la mano como indicando paciencia y prosiguió:
-Como ustedes saben, los sumerios adoraban al sol, a quien llamaban Shamash, “la luz de los dioses” que pasaba las noches en las profundidades del norte, hasta que el alba le abría sus puertas con la sonrisa de la aurora y ascendía al cielo como una llama conduciendo su carro por las cuestas del firmamento. Sin embargo, no era el dios más venerado; como ha ocurrido siempre en estas cuestiones de amor divino, las diosas siempre han sido favoritas. ¿Lo sabían?
-Feminismo teológico, digamos, interrumpió mi chofer.
-Algo así, prosiguió el profesor, el lugar equivalente de una suerte de Venus o Afrodita la ocupaba Ishtar, señora del firmamento, poderosa diosa del amor y de la guerra; esa dualidad que hasta hoy perdura y no solo en el lenguaje. Ishtar era amada por el pueblo y, literalmente, adorada por los sacerdotes. No es de extrañar; las primeras formas de deidades concebidas por el hombre primitivo han sido femeninas. Al principio fueron las diosas. Según parece se debe a que cuando los hombres aun no asociaban el sexo con el embarazo, creían un hecho mágico o milagroso que del vientre de una mujer en algún momento viniera al mundo un nuevo ser. Algo inexplicable. Solo una diosa puede hacer eso.
Tras un buen trago, reanudó:
-Pero el ejército de Sargón se lanzó contra la tranquila Ur. Capturaron a su rey, incendiaron sus casas, profanaron sus templos, entre ellos el de la venerable Ishtar arrancándola de sus pedestales.
El profesor se tomó un respiro y pidió un cigarrillo. Con un gesto de fastidio definió nuestra carencia y prosiguió:
-Algunos días después de los saqueos, Sargón pasó con su caballo frente a lo que quedaba del humeante templo de Ishtar y allí vio a uno de los sacerdotes arrodillado que escondía unas tablas de arcilla entre sus manos y su vientre y que pedía piedad, piedad. El Grande detuvo su caballo y alzó la mano para detener la espada del verdugo. Entonces pidió las tablillas de barro y a un escriba para que las leyera. Relataban los ultrajes a Ishtar. El escriba leyó pausadamente mientras todo en rededor se sumía en un silencio espantoso. Sólo se escuchaba el crepitar de las últimas llamas. La opresiva humareda intentaba disimular los lejanos gritos y lamentos:
“El enemigo me forzó con sucias manos
Obligándome sus garras a morir de terror
Allí entre mis muros como una paloma
Que aletea como el hijuelo de un búho
Oh, infeliz de mí, ningún respeto me han tenido
Quitaron mis vestiduras y con ellas vistieron a su consorte
Arrancáronme mis joyas para ataviar a su hija
Ahora mis pies pisan sus atrios y mi persona sus altares
Como un ave de mi baldaquín fui expulsada
Como un ave lejos estoy de mi ciudad, que se ha perdido
Atrás de mí, muy atrás y muy lejos queda mi templo”
-Sargón, conmovido, se llevó las tablas y fue piadoso; decapitó al sacerdote, pero conservó el poema.
Calló el profesor y en sus ojos brillaba ya el sol de la radiante mañana que espantaba a la neblina. La escarcha se había convertido en gotas de esperanza. Auspiciaban que el diésel ya estaba listo para arrancar.
Mi chofer, misionero básico si lo hay, sentenció: ayer la lluvia, hoy la neblina, ya se fue la mitad del martes así que…¡la semana está perdida! Haciendo caso omiso a mi desaprobatoria mirada, pidió una tercera ronda con alguna fritanga.
El profesor sonrió y volvió a reclamar tabaco. Publicado en el libro “Los blancos dientes de la aurora y otro cuentos”.