Naipí y Tarobá

Domingo 20 de septiembre de 2020 | 01:30hs.

Jorge Luis Lavalle

Habían florecido los lapachos, dando la señal de que los fríos más intensos habían acabado. La aldea a pleno se preparaba para los festejos que recibirían a las estaciones más benévolas y la ansiedad consumía a los jóvenes.

El cacique Igoi llamó a su hija para hablar con ella en un sitio apartado.


-Naipí querida, sé que te agrada mucho ver tu rostro reflejado en las aguas del río, pero desde ahora en adelante no podrás volver a hacerlo.

-¿Por qué padre? Es una imagen bella, los demás dicen que el río mismo detiene su curso para observarme.

-Conozco tu belleza y es probable que eso suceda, pero ha llegado el tiempo en que debes mantenerte alejada de sus orillas. Puedes mirarte en algún arroyo, pero no en el río. Es lo que te ordena tu jefe y tu padre.

-Cómo usted diga padre- Contestó agachando la cabeza, sabiendo que sería inútil argumentar al respecto.

Durante varios días la joven se mantuvo apartada del curso de agua, pero una tarde cuando volvía de juntar frutos con otras mozas no resistió la sed, se acercó a la orilla a beber, pero cuando vio su reflejo volvió a maravillarse y quedó largos minutos embelezada. Estaba tan abstraída que no se percató que desde el fondo de las aguas un par de ojos la observaban con la misma atención.

-Naipí, vamos que se hace tarde- le gritaron desde el monte.

-Espérenme que ahí voy- y salió corriendo.

Las fiestas se sucedían y por las noches se bebía cauim  junto a las fogatas, las muchachas solteras se adornaban con las flores recogidas en la selva y los jóvenes guerreros danzaban para ellas. En medio del frenesí el cuerpo de Naipí se rozó con otro cuerpo y de pronto se encontró parada con su rostro a escasos centímetros del rostro de un joven guerrero. Tarobá no pudo hacer que sus piernas lo obedecieran durante unos instantes que duraron eternamente, luego con un supremo esfuerzo continuó con las danzas, pero sin poder impedir que su mirada siguiera fija en el cuerpo de la bella muchacha.

No volvieron a cruzarse esa noche, pero al día siguiente ella tuvo que ir al monte a juntar frutas y pudo presentir que algo la seguía por las picadas. Se ocultó en la maleza a esperar que los leves pasos que percibía estuvieran junto a ella y poder identificar a su perseguidor. Grande fue la sorpresa de Tarobá, cuando de un costado del camino surgió la figura con la que había soñado, amenazándolo con un pequeño cuchillo que le había regalado su padre.

-¿Por qué me estás siguiendo?

-Desde que te vi anoche no pude dejar de pensar en vos, tuve que seguirte para poder hablar sin que nos vean los demás de la tribu.

-¿Y por que no deben vernos?

-Porque sos la hija del jefe y yo solamente un guerrero que no tiene las riquezas como para intentar conquistarte.

-Eso no tiene importancia ni para mi ni para mi padre, él quiere que yo sea feliz

-Yo quisiera hacerte la mujer más feliz, como yo sería el hombre más feliz si pudiera tener tu amor.

-Es demasiado pronto para hablar de amor. Tengo que irme ahora, pero mañana voy a esperarte junto al arroyo y podremos seguir hablando.

Se despidieron con un cosquilleo en el estomago y volviendo a mirarse a cada rato a medida que se iban alejando a paso lento. Pero esa noche el padre de Naipí se acercó a ella muy preocupado.

-Seguramente me desobedeciste y te acercaste al río.

-No padre, no volví a la orilla.

-Es inútil que me mientas, ya vino a buscarte el Marangatú , porque has sido elegida por Mboi  para el sacrificio. Me dijo que te vio desde el fondo y pidió por ti, la más bella de la aldea.

Entonces recordó la tarde que había vuelto a ver su reflejo en las aguas límpidas y un escalofrío recorrió su espalda. Mboi, la gran serpiente que vivía en el lecho del río, la reclamaba para calmar sus ánimos y proteger a la tribu.

En vano esperó Tarobá junto al arroyo hasta el atardecer, cuando volvió las fogatas estaban encendidas y los festejos habían adquirido un tono desenfrenado. Solamente el cacique Igoi permanecía sombrío junto a su hija, mientras toda la aldea festejaba que su protector y tirano había expresado su voluntad y que ésta sería cumplida.

El joven Tarobá se enteró de la noticia apenas llegó y se contuvo ante el primer impulso que sintió en el pecho. Esperó mientras la noche avanzaba y la bebida hizo estragos entre los guardias de la aldea.

Aprovechó una distracción del cacique y se acercó en silencio hasta donde Naipí esperaba resignada. La tomó por atrás cubriendo su boca con la mano y la arrastró hasta escabullirse entre los arbustos cubiertos de sombras. Cuando ella se dio cuenta de que pasaba comenzó a correr acompañando al que intentaba salvarla, hasta que llegaron a la costa del río, donde Tarobá había dejado preparada una canoa.

 El primero en notar la ausencia de la joven fue su padre Igoi, pero se dio la voz de alarma recién cuando el hechicero y su séquito fueron a buscarla para el sacrificio. Los que quedaban en pie intentaron perseguir a los fugitivos, pero se detuvieron cuando vieron la inmensa serpiente surgiendo de las aguas, para recibir la ofrenda que la tribu tenía preparada. Los gritos de terror y llantos fueron aplacados por las palabras del hechicero.

-Se ha fugado, pero vamos a traerla de vuelta.

Pero Mboi estaba furioso y levantando su largo cuerpo sobre las aguas alcanzó a ver la canoa que huía buscando alcanzar la desembocadura del Paraná. Entonces se elevó hasta alcanzar su máxima altura y se arrojó contra el fondo abriendo una brecha en el lecho del río donde se enterró. Allí comenzó a retorcer el cuerpo hasta que la tierra se abrió dejando una brecha gigantesca frente a los amantes, donde el río se desplomó al vacío.

Tarobá alcanzó a asirse al borde de la hendidura y sostuvo con todas sus fuerzas la canoa, pero no pudo impedir que el cuerpo de Naipí cayera hacia el abismo.

Mboi entonces la convirtió en piedra, que cuando alcanzó el fondo quedó sobresaliendo, recibiendo la embestida del agua. A Tarobá lo convirtió en árbol, que desde el borde de la casada extiende su copa tratando de alcanzarla.

Desde lo alto Tupá  vio lo que había pasado y cuando volvió a salir el sol dibujó un arco iris que unió el espíritu de los que alguna vez fueran dos jóvenes.

 

Las Cataratas del Iguazú

La leyenda de Naipí y Tarobá es muy conocida en Brasil, donde se reproduce en todas las referencias sobre el origen mítico de estos saltos.
Existen otras versiones pero es ésta, basada en un relato proveniente de los indios caingangues que habitaban la vera del Iguazú, la que permanece hasta la actualidad con mayor vigencia.


El relato es parte del libro Argentina, una leyenda. Lavalle publicó otros libros de cuentos y novelas entre ellos: Releyendo mitos, Sarita, y Andrés y la Melchora.
La ilustración es de Diego Burak.