No le digan a nadie

Domingo 24 de mayo de 2020 | 04:30hs.

Heraldo Giordano
Escritor

Se incorporó apresuradamente de su asiento; una silla de juncos, estos, sujetos por finos tientos de cuero, y sin respiro, alcanzó con sus pequeñas manos el cacharro con agua bendita, y con un sutil movimiento de sus dedos, que palparon rápidamente el agua y se dirigieron hacia su rostro, a fin de persignarse varias veces.
Quedó un instante pensativa, conmocionada por lo que acababa de enterarse, era una noticia que la conmovía profundamente, por más que quisiera, no podía entender, no lograba encuadrarla dentro de sus estructuradas coordenadas mentales. Por fin exclamó:
—¡Lindo par de sinvergüenzas!  
—Abducidos — le habíamos dicho. 
—¿Qué es eso..? — preguntó.
Sin esperar la respuesta, fue hacia uno de los rincones descascarados de su habitación y volvió con un largo rosario, a diferencia de los habituales que todos conocemos, éste tenía las cuentas apenas alargadas como semillas de roble pequeñas y un Cristo verdaderamente triste, pálido, de expresión apagada. De inmediato, reunió a sus hijos y comenzó a rezar febrilmente, sentada y con la cabeza entre sus manos, miraba al suelo seco y duro del lugar. No fue mucho el tiempo demandado, para finalizar el largo recorrido de las cuentas del mismo. Sobre su frente, de forma irregular corrían pequeñas perlas de sudor, luego bajaban por su rostro y caían al piso de tierra, levantando una efímera y apenas perceptible, nubecita de polvo.
Sólo habíamos llegado hasta ese aislado y lejano paraje, con el motivo de informar del hecho ocurrido, pero en ese momento entendimos claramente, que no debíamos abandonar a la buena de Dios, a esa pobre mujer y a sus hijos, los mismos que parecían ignorar lo que estaba ocurriendo. Sólo habrán percibido la presencia de dos personas, comunicando a su madre un acontecimiento que ellos no alcanzaban a dilucidar. Luego de lo anunciado, siguieron perplejos viendo la angustia de su madre, que parecía acrecentarse dado el ambiente en que se hacía la notificación de la mala noticia, más aún, considerando lo desolado del lugar donde se levantaba el rancho que cobijaba a esta familia,  entre guadales de tierra y malezas, que circunscribían los alrededores de la humilde vivienda. 
El vecindario comenzaba a arrimarse sigilosamente, no sólo por ver nuestro auto, obviamente el mismo ya constituía una presencia extraña en ese lugar, sino también porque el gurí mayor, de una corrida había ido a avisarles a los parientes de la familia, sin saber el motivo, pero viendo la preocupación de su madre, se percató que nada bueno estaba ocurriendo. Como se sabe en estos lugares las malas noticias corren más rápido que las liebres. Los vecinos y parientes discutían gruñendo y gesticulando afuera de la casa, luego de habernos consultado el motivo de nuestra visita, trataban de encontrar alguna razonable explicación a este hecho, por cierto nada común y fuera de toda lógica para ellos. 
Nosotros apoyados sobre el automóvil, más precisamente casi sentados sobre el capot del mismo y sin saber cómo íbamos a proceder más tarde, esperábamos fumando y conversando entre nosotros, a la espera de una decisión de esta buena mujer. Mientras los exaltados vecinos trataban de consolarla, iban desdibujándose a medida que pasaban los minutos, cada vez menos visibles, ante la noche que ya empezaba a cubrir ese olvidado pedazo de tierra. Sin embargo, sabíamos que la luz, en forma de gran fogonazo lejano en el horizonte, cada vez menos perceptible, continuaría unos minutos más y luego se cerraría en una noche oscura y nada apacible. 
Nuestro cansancio era visible, habíamos viajado muchos kilómetros para comunicar el suceso, ya era tiempo de alimentarnos por lo que decidimos llegarnos al pueblo más cercano, éste se encontraba a unos diez kilómetros aproximadamente; allegados a un almacén nos proveímos de pan, fiambres y una gaseosa, y partimos nuevamente hacia la casa de la mujer. Cenamos como pudimos y luego, ya resignados que nuestro destino era la espera, aceptamos la situación que debíamos vivir, la noche para nosotros, se desarrollaría sobre el duro asiento del automóvil, dispusimos nuestros cuerpos de la mejor forma posible y nos dormimos. 
Al día siguiente, ni bien rayó el alba, vimos cómo en medio de semipenumbras, aparecía una luz, era la que emitía un viejo y golpeado Petromax. En la opacidad de la madrugada, se encontraba ella, allí firme, con la entereza de las personas de campo, como íntegra mujer, dando de comer a las gallinas y a los perros. Ya dentro de la vivienda, seguramente hizo lo mismo con sus gurises y luego, a la media hora de clarear el día, salió de la casa como un relámpago con sus tres hijos a cuestas, el mayorcito aferrado al asiento de la carreta, tendría unos diez años y el pelo negro, rebelde, como pinchos hacia arriba, señal de poco peine y poca agua y el rostro quemado por el sol, seguramente acostumbrado a vagar a la hora de la siesta, cuando todos duermen. Ahora se encontraba duro, estático al lado de su valiente madre, mirando con asombro la actitud intrépida de esa mujer, castigando a repetición al caballo, para que se desplazara con mayor velocidad. Los otros dos niños dormían en la parte trasera del carro, sobre unas mantas que oficiaban de lecho. Los perros acompañaban mientras ladraban sin cesar, tratando de morder las ruedas de madera o bien, las patas raudas de los dos caballos. Fue precisamente ese alboroto, lo que acabó por despertarnos definitivamente y permitió distinguir entre la claridad que apuñalaba nuestras retina, aquella apresurada fuga emprendida por esta madre atribulada. 
Mientras nos desperezábamos arriba del coche e intentábamos estirar los músculos rígidos del cuello primero y luego las piernas. Preguntándonos:  —¿Para qué seguir allí?—. Como pudimos observar, no debíamos preocuparnos por la seguridad de la mujer y la alocada actitud que había asumido, ella misma, había tomado el toro por las astas y decidió encontrarle solución al imprevisto. El problema ya existía, había que resolverlo, al fin y al cabo era su decisión. Seguramente estaría escapando de la realidad que la abrumaba, corriendo vertiginosamente hacia ningún lado o bien hacia todos lados al mismo tiempo, en busca de una explicación que pudiera darle algún burócrata detrás de un escritorio, para no encontrar otro componente en esta historia, que la promesa de que se la visitaría ante cualquier novedad, y seguramente esa visita nunca llegaría. 
Luego de un buen rato, contra todo pronóstico estudiado, dimos arranque al motor de nuestro vehículo y emprendimos la marcha, tratando de seguir el rastro de la carreta, más que a su móvil, a la polvareda que levantaban las patas de los caballos y las ruedas de la misma. Habíamos visto que tomaba el camino central, esto indicaba que se dirigía a la ciudad más poblada y cabecera de esa región, se encontraba enclavada en el centro de la provincia, a unos cuarenta kilómetros aproximadamente, de la vivienda de la mujer.
Más tarde supimos que debió enfrentar la infausta noticia. Ya nada sería igual que antes, su marido no volvería, los había abandonado. Sus primos, lo habían echado a perder; eso murmuraba ella, como frágil consuelo a su desamparo. Es de esperar que alguna persona o institución tuviera piedad ante esta triste realidad y se compadeciera de su desesperada situación, tendrían que ayudarla a seguir arrendando el campo, para que pudiera criar a sus gurises. 
Antes de volver a su tierra que tanto amaba, se nos acercó y nos dijo: 
— No le digan a nadie—. Su rostro escondía vergüenza.
Los primos habían realizado una exposición en la Comisaría, tratando de hacer creíble una historia poco verosímil. Insistían en asegurar que habían sido raptados por un ovni y permanecido ausentes por el término de una semana, para aparecer luego, aturdidos, desconcertados a las afueras de una ciudad alejada de ese lugar, ubicada a unos cien kilómetros. 

De la Colección Cuentos de autores de la Región Guaraní, publicado por El Territorio