Esta semana en los medios de Buenos Aires aparecieron un escrache y una operación que tienen relación directa con el gobernador Maurice Closs y el presidente de la Legislatura provincial, Carlos Rovira. Según la versión de Clarín, que dice lo que le dijeron y lo publica alegremente y sin confirmar los datos, casi todos equivocados, al gobernador lo habrían insultado en un restaurante de Mar del Plata. Y en la versión online del diario La Nación publicaron el mismo día, con una foto trucha, que se usaba dinero del erario público en la búsqueda de la mascota del exgobernador Rovira: una triste excusa para refrescar maldades en su contra. En ambos casos las noticias fueron pasto fácil de las redes sociales, tanto que se diría que fueron publicadas para lograr difusión viral en la web 2.0.
El escrache es una de las peores señales de la intolerancia. Promocionar esas actitudes como señales más o menos positivas no es sólo de mal gusto, es una irresponsabilidad que nace de un razonamiento adolescente: como ellos lo hacen conmigo, yo lo puedo hacer con ellos. Es la justicia por mano propia; la vuelta al primitivismo de la era de las cavernas pasando por los camisas negras de Mussolini. Para esa lógica el malo de la película es el escrachado y no el escrachador intolerante que patotea, como si el maleducado fuera el que recibe el insulto y no el que insulta. Ya no podemos saber si existió o no el supuesto escrache al gobernador. Él mismo desmintió casi todos los datos que daba Clarín. Pero eso no es nada: no parece ser una noticia de relevancia que un desubicado que ni siquiera tiene nombre haya insultado a un padre de familia con nombre y apellido –sea quien sea– que cenaba con los suyos, para colmo en el mismo restaurante que el desubicado.
Otra modo de arrojar basura sobre una persona fue la operación contra el exgobernador Rovira, aprovechándose del supuesto escape de su fox terrier. En ese caso se usan adjetivos improbables pero terroríficos, verbos en condicional para decir cosas que ni ellos pueden probar y nudos para atar cabos imposibles, como si de la mera proximidad en el texto se pudiera deducir algo cierto. Así, el perrito perdido –que de noticia no tiene nada– es una excusa para embarrar al funcionario por el viaje, las vacaciones, los reclamos mal atendidos de la policía, los sueldos de los docentes… ¿Es que no tienen las agallas para decirlo directamente, sin usar a una pobre mascota? ¿No se animan a afirmar lo que dicen, en presente del indicativo y voz activa?