Un sepulturero burlón

Domingo 3 de mayo de 2020 | 03:30hs.

PBenito Zamboni, L´ Ortolano
Escritor

Una tardecita de bello plenilunio el mes pasado volvía con mi carrito de Posadas. De esta ciudad a Santa Ana hay unos sesenta kilómetros -cuando no te agarran las piedras, como diría un paisano de Giolitti; como las hay, el camino se alarga al doble. Agréguese a esto el Paraná crecido que colma sus afluentes y obliga a veces a desvíos interminables. Solo andaba y... con vagas sospechas; pero la noche calma, serena, bellísima, invitaba a viajar.
En las primeras horas no se atraviesa más que campo abierto; los caminos son bastante buenos, frescos el caballo y el caballero... se va que es un placer en medio del perfume de heliotropos en flor que cubren variados y numerosos los campos que “todavía no han conocido el arado”. 
Se va y se piensa. ¡Cuántas cosas pasan por la corriente de la memoria a un pobre cristo perdido y solo, a pesar de que es una bella noche, en medio de la selva de Misiones! Se ven cosas ya vistas: el camino que sigue derecho y espacioso, que va de Raconigi a Torino; aquellos angostos y tortuosos, pero lisos como billar de Génova a Santa Margherita, de Specia a Porto Venere y de Sulmona allá abajo hasta Ortona a Mare, y tantos otros de nuestra Italia cuyo recuerdo escapa…
Llego alrededor de medianoche a Candelaria, y aquí empiezan los bosques, el camino no es más que un sendero; piedras, zanjas y troncos se suceden; el caballo no avanza sino a paso lento y quien lo guía dormita, sólo las sacudidas lo mantienen relativamente despierto. 
Serían aproximadamente las dos. En la vecindad de un monte cubierto de selva, a la orilla del camino, veo un carrito con las varas al aire y un hombre sentado en el suelo, con el torso apoyado en la tablas de la parte posterior del carro que tocaban al suelo. El hombre, al parecer, duerme. 
Entre carreteros, especialmente de noche, se suele echar un párrafo: se dan y reciben noticias sobre el estado de los caminos y de los pantanos más difíciles. Paro el caballo y: “¡Buenas noches, amigo!”. Nada. ”¡Buenas noches!”, repito. Pero él continúa roncando.
Hubiera debido seguir, pero la posición extraña de aquel hombre y su silencio picaron mi curiosidad. Y, también para desperezarme un poco, hago correr mi revólver sobre la panza, aferro el rebenque y desciendo.
Me acerco y: 
-“¡Caramba! ¡Qué sueño duro tiene usted!”-. Y con la punta del pie toco el suyo, pero inútilmente. Lo toco otra vez y observo que a cada golpe de mi zapato contra el pie el hombre responde con un movimiento igual de la cabeza. Me viene una sospecha atroz, ¡mas no podía ser, si roncaba! Enciendo un fósforo, lo acerco a su cara: veo un ojo cerrado; el otro vítreo, fijo, me mira, y de la boca veo salir una baba sanguinolenta. Tomo una mano: está helada, el brazo cae inerte. En suma: ¡no es más que un muerto!
Un escalofrío me corre por la espalda. Hago un esfuerzo por permanecer calmo y me pongo a escuchar, porque lo extraño y pavoroso de todo esto es que yo oía roncar al muerto. Atento, caigo en la cuenta de que quien ronca no es el muerto sino alguno escondido bajo las tablas del carro donde aquel se apoyaba. 
Rápidamente levanto el carrito y veo debajo del mismo, al reparo del rocío, un ataúd, y adentro, un vivo que duerme.
Voy a despertarlo cuando una voz detrás de mí, que me hace el efecto de una cuchillada, me grita: 
-¿Qué es lo que busca usted allí? 
-Busco ...darme cuenta de lo que pasa aquí -respondo-, porque la justicia tiene que averiguarlo y eso no ha de pasar así nomás. ¡Estas no son bromas permitidas!...
A la palabra “justicia” dicha con enojo, el hombre me toma por algún comisario y me explica: 
-No se asuste, señor. El que está aquí en el cajón es mi hijo: es algo enfermizo, y mientras yo cavaba la fosa en el cementerio que queda aquí cerca, para que pudiera dormir sacamos al muerto y, por no dejarlo en el suelo lo apoyamos con el cuerpo sobre el carro, y mi hijo se puso abajo a dormir en el cajón. 
-Pero ¿cómo se explica tal trabajo a esta hora de la noche? 
-El muerto -me responde el hombre- es un tal Tour. Vivía solo en la ladera del monte; murió de improviso ayer a la mañana: mientras otro vecino avisaba a las autoridades, yo me encargué de sepultarlo, pero llegada la noche, quise echar un sueñito antes de meterme a trabajar.
Y creyéndome de veras un comisario, me pide permiso para sepultarlo así, sin cajón. 
-Comprenderá -me dice-, son cuatro tablas de cedro muy lindas, y es una lástima hacerlas pudrir...
Y para dar fuerza a su pedido, extrae del cajón del muerto, de debajo de los pies del hijo que seguía durmiendo, una botella de caña, que me ofrece. Le doy las gracias y le respondo que puede sepultarlo sin cajón, siempre que la fosa tenga por lo menos un metro cincuenta de profundidad....
Subí a mi sulky y partí. Llegué a casa cuando amanecía. Mi “tribu” estaba tomando mate. Narré a mi mujer lo que había pasado y ella:
-Este susto lo tenés merecido -me responde-, así aprenderás a no ser curioso. ¿Qué necesidad había de pararse y de bajar, y de querer despertar a la fuerza hasta a los muertos? Suponete que fueran mujeres en viaje las que allí estaban descansando... ¡Qué lindo papel!”
-¡Bellísimo -le digo-: “la luna, la hora, el lugar, todo era propicio...
“¡Sinvergüenza!”- me espeta. Y se va resentida. 
¡Ah, las mujeres!...

Santa Ana, febrero 1921

. De libro Escenas  Familiares Campestres, Editorial Universitaria de Misiones